NO IRÉ A LA CÁRCEL
- Javier Figuero
- 14 sept 2016
- 2 Min. de lectura
En un agosto de tiempos universitarios estuve en Reading, Inglaterra, para seguir un festival de rock de tres días de duración orientado a hippies y a los que jugábamos a serlo los veranos. Una de esas mañanas me quité las margaritas de la barba para intentar visitar la cárcel donde Oscar Wilde fue reducido por "indecencia grave", pero, por muy liberales que sean, las naciones oscurecen sus vergüenzas. Las de privación de libertad a los diferentes apenas se muestran como derecho de conquista: campos de exterminio nazis o la prisión de Sudáfrica donde encerraron 27 años a Mandela.
Muerto pobre y humillado en el París del despertar al siglo XX, Wilde es uno de los escritores más citados aún en Occidente, pero no sé si más leídos porque existen prontuarios con sus ocurrencias. Es el rey del epigrama, de la sentencia satírica que brilla en la conversación y de la que alardean los ingleses como valor propio. Irlandés de familia republicana, Wilde es tan brillante en eso que puede agotar al lector, deslumbrado con unos pocos párrafos. Abocado al dandismo por su talento superior y displicente, la reclusión fue su tumba literaria y la Balada de la cárcel de Reading y el De Profundis que le dictó la experiencia ya no son él sino otro.

Superado su negro pasado y ahora en manos privadas, el inmueble se enseña hoy de manera obscena al visitante y, en lo que era su capilla, artistas de variadas disciplinas leen los domingos de este mes y del próximo la última de las obras citadas en homenaje al creador. Había pensado asistir a uno de esos actos, pero he visto en un periódico una foto de la celda de Wilde y he reconsiderado la postura. Una humillación a la inteligencia. No quiero verla
© Javier Figuero
Foto: Roman Knyazev
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