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CATADOR DE LUCES

Al comienzo de los noventa, en pleno desarrollo de lo que llamaron la Segunda Intifada, pasé una Nochebuena en Belén, pero no se me dio señal de que el mundo iba a ser mejor a partir de entonces. El cámara de TVE que me acompañaba registró planos tópicos de la cola de turistas y creyentes que buscaban aproximarse al Pesebre y yo tampoco superé el trámite con mis preguntas, cansados de recorrer la tierra prometida entre pedradas y crispaciones. Por Guido Ceronetti (El silencio del cuerpo) sabía que el alcalde de Milán estuvo un día en la ciudad, donde el homónimo le rogó que manejara su influencia ante la Fiat a fin de instalar allí una planta de fabricación de automóviles. Indiferente por la anécdota, esa noche dormí en Jerusalén y a la mañana siguiente me levanté muy temprano para pasear el Monte de los Olivos. Los primeros rayos del sol reverberaban en la piedra blanca de los edificios y fundían una luz sobre la que alguien menos descreído que yo hubiera podido imaginar el advenimiento, aunque esta vez el esperado llegase a una cadena de montaje. En nuevos viajes he podido comprobar que la luz de Jerusalén tiene momentos “particulares”, y no diré “mágicos” para no ofender mi razón.


Siempre he sido sensible a las particularidades de la luz natural y mi flaca memoria hace hueco a experiencias visuales que ya no me abandonarán. Entiendo que los mejores publicistas de las divinidades hayan identificado en los eslóganes a las suyas con la luz. No creo en ellas, pero sí en esta y no descarto que así salve el alma, a mi pesar: me han dicho que la salvación no se corresponde necesariamente con la voluntad. También asoció mi gusto por los espacios libres luminosos y, aunque no lo fue en otras épocas, cada vez me resulta más difícil habitar los opacos, donde moraría el diablo. En enero, la de Madrid me gusta especialmente, cuando su fortaleza contrasta con el frío y se abre sin recovecos a ojos que quieren verla. Yo la necesito de modo recurrente y, cuando la pierdo, la echo de menos, como la Hostia otros, y, al fin, vuelvo de los viajes para comulgarla, pues soy su feligrés.


Los días de Año Nuevo que pasé en Madrid me gustó madrugar y salir temprano a la calle. Confió en que la ciudad me recompense el esfuerzo y me ofrezca la eucaristía que prefiero, porque es esa mi Misa retrasada del Gallo. En la calle apenas suele haber gente, pues está es una villa de noctívagos y la noche anterior compiten entre ellos de modo especial por parecerlo. Todo el banquete lumínico de las horas primeras queda para unos elegidos, pero yo no soy egoísta y lo publicito aquí, antes de la repetición del oficio, con la misma fe que otros lo hacen con los que montan para sus dioses.

La luz del invierno más crudo en Madrid está adjetivada (luz velazqueña) y eso distingue las mejores luces. En la Niza francesa, que frecuenté durante tiempo, en la Costa Azul en general, para acoger su mar de igual color, la luz se hace por momentos bleu azur, lo que dista de ser una redundancia. Abrazados a sus límites, los Alpes y el Mediterráneo son el colchón de una luminiscencia limpia que he interiorizado.


Sin especiales vivencias en la Naturaleza (eso que, para mi, queda entre las ciudades), esta me ha regalado tiempos bellísimos asociados a la luz y es así que me he ido haciendo lo que soy y de lo que presumo: un Catador de Luces. En otro viaje profesional me abdujo la aurora boreal al salir de un recodo montañoso en las islas Lofoten de Noruega y quiero creer que a la muerte se llegará por aquel hueco de luz blanca abierto en la noche del cielo. También quisiera rememorar entonces las planicies heladas de la Laponia en cualquiera de los países nórdicos en que la recorrí, en plena concordia entre el frío y el sol tempranero. Y, desde luego, como necesitaré tiempo para preparar el definitivo tránsito, cuando llegue a sus puertas, antes de entregarme al último capricho de la vida que llamamos muerte, evocaré, si se me permite, segundo a segundo, el twolight (entre dos luces) que una tarde de agosto viví frente al Atlántico en la isla de Boffin, la cota más occidental de Irlanda y que, ya no lo dudo, será la degradación del día más maravillosa que quizá me corresponda ver.

© Javier Figuero

Foto: © teomoreno.com

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