MEJOR NO HABER LAVADO MI MANO
- Javier Figuero
- 19 oct 2016
- 3 Min. de lectura
Periodista sin trayectoria, acudí a casa de Vicente Aleixandre esa mañana de 1977 en que se le acababa de conceder el Nobel de Literatura tras la buena gestión del discípulo Justo Jorge Padrón, relacionado en el ambiente cultural de Estocolmo donde acabaría por representarle. Enfermo eterno, el galardonado tensaba sus limitadas fuerzas para atender a la maraña de reporteros que invadíamos de pronto su intimidad, mientras una hermana de más edad y no menos frágil, utilizaba su vocecilla para preguntarnos de manera rutinaria y sin éxito: "Pero, ¿cuando se van ustedes?". Por intercesión de Padrón, con quien coincidí un tiempo en TVE, volví al domicilio madrileño de Aleixandre por un trabajo que me ocupaba sobre su amigo Miguel Hernández, acorralado hasta la muerte por el franquismo. Fue una visita breve, porque en aquella intimidad de tres, la hermana protectora se hacía oír mejor cuando me preguntaba: "Pero, ¿cuándo se va usted?". De modo que, en una de estas, me di por aludido. Me despedí para siempre de Aleixandre y de aquella casa de la calle Wellingtonia por la que paso la poesía coetánea de su vida con Cernuda, Hernandez, Lorca, Neruda, Damaso, Panero y tantos como la hicieron.
Con Camilo José Cela tuve más relación, iniciada con una primera visita profesional a su casa de Mallorca, donde me mostró su archivo, construido con voluntad amanuense, lejos aún del ciclo informático. Ya Nobel, inicié con él una serie semanal en El País que se prolongaría más de un año, con mi texto amparado por la espectacularidad del rotundo don Camilo vestido de judoka. Organizada por Manu Leguineche, un grupo de amigos le habíamos ofrecido una comilona en su misma casa de La Alcarria para celebrar la decisión de Estocolmo.
Visité en Méjico a Octavio Paz cuando trabajaba yo en el exilio republicano español, pero estuvo arisco conmigo y distanciado de aquel éxodo que tanto recibió y aportó de/a su país. Sin otra oportunidad que la profesional, saludé en Madrid a García Márquez, Vargas Llosa, Darío Fo y Seamus Heaney, con quien después tome una cerveza (negra, claro) en Dublín, amigable príncipe de la poesía de Irlanda, país al que su compatriota Kavanagh fijara para siempre en su defensa un ejército de al menos 25.000 poetas. Nombres ilustres todos en la lista de galardonados por su creación literaria en Estocolmo, como lo es el de Shimon Peres en la de Oslo por su contribución a la Paz. Recientemente fallecido, tuve ocasión de entrevistarle en Tel Aviv, en el curso de las dos Intifadas, sin que haya olvidado aún la frialdad de su mirada, rasgo para mí de su personalidad externa.
Saramago era cálido y próximo. Estuve en Lisboa en su boda entre el limitado grupo de amigos de su esposa, la periodista española Pilar del Río. También le entrevisté para El País y un día vino con Pilar a comer a casa, pero el plato principal estaba demasiado salado para su gusto y se fue a dormir la siesta a mi cama, que resultó de su agrado. Pocos meses después iba a ser el primer portugués en ganar el premio Nobel de Literatura.
Esta vez lo ha ganado Bob Dylan, quizá el rockero al que más fidelidad he guardado en mi existencia, aunque soy de los que hacen ascos a la decisión. Rodeado de socialistas que se empezaban a curtir en el poder, como el ministro Javier Solana, le vi en el concierto de junio de 1984 en el estadio del Rayo Vallecano madrileño y tuve la oportunidad de intercambiar algunas palabras con él, gracias a la gestión de la, muchos años después, ministra Ángeles González Sinde, que amparaba su estancia por la organización.
Tras esta evocación de inteligentes, miro mi mano derecha (soy diestro) y me da por pensar que quizá no debí volver a lavármela desde que estrechara la de Aleixandre, el primer Nobel que conocí. Así hizo con su cara el bohemio Alejandro Sawa, alter ego del Max Estrella de Valle Inclán, después de que "el divino" Verlaine le besara en París, cabe imaginar que en el estado de sopor etílico al que ambos entregaron buena parte de su existencia, la más grata, imagino.
© Javier Figuero
Foto: © Adán Pucel (sobre pintura de Bob Dylan)
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