LA CAPA QUE TODO LO TAPA
- Javier Figuero
- 24 oct 2016
- 3 Min. de lectura
Yo tampoco, vaya esto por delante: "No entiendo la libertad de expresión con careta", ha dicho la alcaldesa de Madrid, Manuela Carmena, tras los bochornosos sucesos en la Universidad Autónoma de la capital, donde un grupo de enmascarados impidieron el uso de la palabra al expresidente del gobierno de España, Felipe González, tratado de "asesino". Protesta "saludable", según Pablo Iglesias, líder de Podemos, sostén de Carmena en el consistorio. Por solidaridad con el rechazado, algunos hubieran querido que desistiera esta de participar en el ciclo de conferencias programado. ¡Demasiado compromiso! Su condición de jueza le llevo al menos a rechazar a los revolucionarios de carnaval. Es también mi rechazo.
Como periodista tuve responsabilidad en publicaciones de distinta implantación, incluido algún diario nacional. Es habitual tropezar ahí con personas que, en su lógica pretensión de hacerse oír, envían opiniones con deseo de que sean incluidas en secciones oportunas que socializan los medios. Solo hay que cumplir una norma para que cuadre el asunto, que esos colaboradores voluntarios sean personas, no seres abstractos escondidos bajo identidades falsas. Es una lección obvia por la que no pediré derechos de autor: el firmante de un exabrupto, contra el político corrupto o el posible maltratador, el que se manifiesta contra el toro de la Vega, el que pide un referéndum para decidir la forma del estado español o su aconfesionalidad, el que glosa la indefinición de los sexos en el amor conecta con mi forma de ver las cosas. Pero si lo hace escondido en el seudónimo, mientras pide la implicación de los otros en sus posiciones, merece mi ignorancia. No se puede arriesgar con el que no arriesga, luchar con el que se esconde.

Las redes sociales son un medio ideal para que saquen pecho los que no lo tienen. El anonimato lo permite todo. Se de alguien que se dice aquí republicano y tiene en lugar preferente de casa un retrato de Felipe VI con su propia firma y de uno que se dice laico y mete a sus hijos en un colegio de religiosos porque queda cerca de su casa. Sus ideas en las redes se vierten bajo seudónimos, faltaría más, y así lo evidencian porque a eso lo llaman libertad de expresión. Tengo una "amiga" (lenguaje ad hoc) que llama a ser satisfecha en prácticas sexuales poco convencionales y otra que es forzada por musculosos muchachos en cuanto se da la vuelta para ver si viene el autobús; siempre con gran regocijo de la panda de seguidores. Y bajo identidades falsas, claro, no sea que sus maridos, parejas o compañeros de oficina sepan de sus bi, tri o penta polaridad. Bueno, las redes favorecen el comercio de trapicheo y a mí me gustan que mis "amigas" sean felices. Por lo que tengo sabido, los hombres que buscan satisfacción de bragueta optan por la comunicación privada con el antifaz puesto para abrirse la gabardina; no me interesa su felicidad. A aquellos, como a estos, les lees soltar doctrina y establecer los límites de la progresía, porque los que no se entusiasman con lo suyo son la reacción y la censura. Como a mí, las reglas morales de la red les parecen anacrónicas y, si les cierran las páginas temporal o definitivamente porque las transgreden, gritan desde la cueva porque esa es su identidad. Yo no quiero ser cueva y me gustan los que no lo son.
Contra el populacho que lo estigmatizó, Esquilache acertó al prohibir en el Madrid de Carlos III el uso de la capa larga y el chambergo, escondite de los facinerosos. Y no se trata de dar ideas. En fin, que me gustan esas tomas de compromiso, esas revelaciones de intimidad, esas provocaciones cuando tienen el respaldo de la identidad. De otra manera, la verdad, prefiero jugar al poker. Al descubierto, claro, es mucho más excitante.
© Javier Figuero
Foto: © teomoreno.com
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