CYRANO Y ROXANE

A media tarde solían meterse en el jakuzzi con el agua caliente y él contaba historias e improvisaba afortunados poemas que alababan la belleza de su amada. Ponían música de Johann Sebastian Bach, su compositor preferido, y vinos blancos y chucherías para picar en una mesa supletoria, de modo que les bastaba alargar los brazos para alcanzarlos. Como ella era pequeñita, el varón se disponía con gran comodidad y la compañera sujetaba las plantas de los pies en su entrepierna, lo que le mantenía atento a sus considerables encantos, sobre todo si a la mujer le daba por mover las extremidades al compás de cualquiera de los instrumentos que respiraban en la composición. Así hasta que terminaba la música y él interrumpía sus narraciones y se decidían a incorporarse para secar sus cuerpos, vestirse y cenar después.

Instalados en la pileta, un día sonó el timbre de la puerta con inusitada violencia, lo que disturbó a la dama, muy metida entonces en la creación de Bach y los versos del enamorado. El respingo que dio lo notó este en sus partes pudendas y fue tal su dolor que salió de la bañera como impelido por un resorte. Sin el apoyo de su entrepierna, el cuerpo de ella resbaló y quedó hundido bajo el agua. Ya se ha dicho que era pequeñita. Se ahogo, la pobre. En el recipiente parecía una pasita. Quizá utilizaban el agua a excesiva temperatura.

Superado por la desgracia, al tipo no le quedó otra salida que cortarse las venas en el jakuzzi. Por la mirilla de la puerta de salida había visto antes el rostro de Javier Figuero que venia tomando notas por las casas de la vecindad para sus cuentos. La desilusión también mata, ¡si hubiera sido Rostand!

Juntos y sin vida, los cuerpos de nuestros protagonistas evocaban el amor, pero sus nombres pasarían inadvertidos ante la Historia. Sin duda, merecieron otro cronista. Se llamaban, sencillamente, Cyrano y Roxane.

© Javier Figuero

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Foto: © Adán Pucel