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Siempre pendiente de ella, Mariano se acercó a la cabecera de la cama de Amelia y le puso la mano en la frente. La fiebre parecía remitir, pero no cabía engañarse, los dos sabían que los hechos se precipitarían en las próximas horas, tal y como les anunciara el médico. Pero se trataba de aprovechar ahora aquella pausa de lucidez y de tranquilidad que les ofrecía el destino y él no dudo en brindar a la esposa la oportunidad de dedicarle unas palabras, tal vez las últimas, aunque esto ni se mencionó siquiera: “Te escucho, amor”, dijo Mariano. “Pues verás”, anticipó Amelia, muy consciente de la circunstancia: “En realidad, no te he querido nunca; es más, solo me has provocado repugnancia. Tu gordura, tu olor, tu empeño en mostrar las encías cuando hablas… En todos estos años no he logrado que dejaras de mearte un solo día en la tapa del wáter, que evitases salpicar saliva al hablar o sonarte los mocos en la mesa… No he sido asexuada, como te dio por pensar, es que no podía soportar tu cuerpo encima del mío; lo de las jaquecas era un cuento chino… El placer lo he buscado en otros hombres y no me privo hoy de nombrarlos ante ti: me he acostado con tres o cuatro de tus mejores amigos, tu hermano menor y varios de tus primos. Y, si respeté a tu padre, es porque se parecía demasiado a ti, iguales legañas en distintos ojos. Esto por hablar de los más próximos. No quiero alargarme con los otros, puedes hacerte una idea… Imaginarás también que nuestros hijos son en realidad producto de coitos extramatrimoniales, por fortuna para ellos… Con el dinero que te he robado jugué en los mejores casinos del mundo, Montecarlo, Las Vegas, Baden Baden, lugares en los que acababan esos viajes que se iniciaban con tu despedida a la puerta del autobús y que hubieran debido llevarme a Lourdes… En fin, que lo mejor de mi muerte será que no te volveré a ver. Francamente, Mariano, eres un mierda”.


Mariano quedó hacho eso, pero intuía el final y guardó la compostura. Media hora después tuvo la entereza de cerrar los ojos de Amelia al poco de expirar. Entonces hizo unas llamadas desde su móvil: los hijos, los responsables de las exequias, su hermano menor, algunos de sus primos y otros amigos que la echarían de menos… Luego fue al secreter y, junto a la pistola con empuñadura de nácar, sacó pluma y papel, que encabezó con la fórmula habitual: “Sr. Juez”. Y enseguida: “Sin su amor, no me siento con fuerzas para vivir”. Sentado lo cual, se pegó un tiro en la sien.


© Javier Figuero



Foto: Stefan Heilemann


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