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EL TREN

Es fácil de entender: el beso que me dio Sofía Loren es un antes y un después en mi vida. Vecina mi familia de la del jefe de la Estación del Norte de Madrid en la época y, anunciada la llegada de la diva, mi madre acompañó aquel afortunado día al lugar a la mujer del cargo, que acarreó con ambas hasta el andén. Parece que la italiana no hizo aprecio del ramo de flores que le tendió el hombre, pero revolvió en el regazo con que mamá protegía mi corta vida y me soltó un ósculo de cine, puntualmente inmortalizado por la prensa.


Fijado en el glorioso hecho, el tren ha tenido importancia decisiva en mi vida. En mis devaneos oníricos vi mujeres de gran belleza bajando los vagones de “los grandes expresos europeos” para besarme o invitarme a subir y seducirme. Otros imaginan prados de amapolas, yo idealizo el amor en pasillos de coches cama donde una mujer fatal con medias negras y abrigo negro con estola de piel negra me pide fuego para encender el cigarrillo que alarga la boquilla negra desde el marfil inmaculado de sus dientes. No fumo, pero, por si acaso, nunca viajo sin mechero. Me gustan tanto los trenes que me he subido hasta al que comunica la impía Roma con el Palacio Apostólico de Castelgandolfo, porque, si en algún sitio puede morar la tentación, es en las lindes del cielo y, entre la femme fatale y Dios, lo tengo muy claro.

Próximo al infierno, un verano me aventuré en el Transiberiano y el trayecto resta en mi memoria entre vahos de vozka, olores inhumanos y violencias desmedidas. Sublimé la experiencia con pretensiones profesionales evocando aquel Lenin de 1917 en tren desde Suiza a Petrogrado, donde dirigiría la Revolución, suma, llegó a decir, del ferrocarril y la electricidad. Antes hice músculo en un trayecto de estudiantes entre Estocolmo y París de 25 horas. Rendía la época hippy y todo era paz y amor entre los viajeros, master fallido para llegar a Siberia.


Nunca me vi capacitado para llegar a Estambul en el Orient Express, asignatura pendiente que no aprobaré. Me abruma la pericia de Agatha Christie y de Graham Greene que convirtieron el famoso tren en novelas de importancia. Cubría yo para TVE uno de los escenarios de la Guerra del Golfo y, ante la habitación 411 del hotel Pera Palace de la ciudad, donde se pierde el rastro de 11 días sin explicación en la vida de la escritora, prometí a su fantasma que realizaría el viaje. Pero no llegó ocasión y, la verdad, no me siento obligado por la palabra dada a un fantasma en un establecimiento donde los de Ataturk, Trotsky o Greta Garbo miran desde los balcones al famoso Cuerno de Oro. “Pobre criatura, es sueca”, dice uno de los personajes sobre otro en la novela de la Christie, y la Garbo se acordaría de ello. Me sirve la hipótesis para cerrar el círculo de la cita.

Como ningún otro medio de transporte, el tren ha motivado a los escritores, que, a principios del siglo XX, inició una nueva cultura de las ciudades. Lo agradeció Valery Larbaud: “¿Préstame tu ruido inmenso, tu inmensa marcha tan dulce, / tu deslizar nocturno por Europa iluminada”. Décadas después Neruda hablaría de “anónimos vagones”, donde se respira “un sueño sin perfume, sin nieves, sin raíces...”, mientras Monterroso se entristecía en un microrelato en la visión por la ventanilla del tren de una vaca muerta, ajena de enterrador y “editor de sus obras completas”. De pronto, las estaciones de ferrocarril surgían en las urbes como un nuevo espacio arquitectónico, quizá “las iglesias más bellas del mundo” (Blaise Cendrars). El abuelo paterno de Delibes vino a España como técnico de ferrocarriles, profesión ya de futuro, y, en Los railes, el vallisoletano vería la metáfora de las vidas paralelas de dos personajes. Muchas de las páginas de Sampedro se llenan con visiones desde los caminos de hierro y los conspicuos representantes de la Generación del 98, como Azorín, recorrieron los de Castilla para parir la crítica visión de su España. Antes, el tren había entrado en la literatura española con Núñez de Arce, Zorrilla o Campoamor. Sería capaz de recitar aún el larguísimo poema El tren expreso de este último. Para borrar no sé qué travesura mi padre me lo hizo memorizar de niño. Es el encuentro de amor imposible entre un caballero español y una elegante francesa: “Habiéndome robado el albedrío un amor tan infausto como el mío, volvía de París en tren expreso…”.


Me hubiera encantado protagonizar el encuentro, soy un caballero. Más hoy, que regreso a Madrid de un viaje en tren de alta velocidad donde apenas he tenido tiempo para comer el repugnante emparedado vegetal y la cerveza caliente con que me obsequió la RENFE!.. La verdad, prefería aquel premioso tren que en mi niñez hacia una larga parada en Albacete camino del verano alicantino. Los vendedores de navajas te enseñaban en el andén sus ofertas colgadas del interior de sus chaquetas, entre ellas la que salía de un crucifijo. Fascinado como yo por el artilugio, Buñuel enseñó un ejemplar en una de sus películas. Quizá en Le journal d’une femme de chambre, pero no estoy seguro. Lo malo es que no me da tiempo a comprobarlo, tengo que coger un nuevo AVE y sus maquinistas no esperan a nadie, por más que les pongas la navaja de Albacete en la garganta.


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