EL AVIÓN
- Javier Figuero
- 21 may 2017
- 5 Min. de lectura
En situación de apuro, John Lennon, que viajaba en avión con el famoso grupo, gritó: “Los niños y los Beatles primero”, y no me extrañaría que obtuvieran privilegio. Yo intenté repetir la fórmula cuando, al poco de despegar mi renqueante aparato del aeropuerto de Katmandú, tuve demasiado cerca la enorme pared del Himalaya. “Los niños y Javier Figuero primero”, grite… Por un viaje anterior a Nepal y otros países asiáticos con mi promoción de la Escuela Oficial de Periodismo, sabía de la insólita capacidad de los naturales para la reproducción verbal de las palabras castellanas, aunque sin codificarlas quizá. Lo sospecho, porque nadie me hizo con el grito ni puñetero caso. Prevenido para otros transportes, el vuelo no me trastorna en absoluto. Sufro de vértigo, lo que me hizo fatalista a la altura, por más que parezca contradicción. Rendirme al mal me hubiera privado de recorrer el mundo, aun con significativos vacíos, como el continente australiano. A no ser que me haga tenista de élite, no creo que llene ya esa laguna. Y, respecto a la prevención que intuyo en el lector al ver que me refiero al mundo, ningún problema, hoy pienso administrar mis batallitas.
Salvo casos de fobia manifiesta, nadie que identifique el viaje con la vida prescinde ya del avión. Yo estoy tentado cuando me encuentro en esos aeropuertos masificados con seres que enseñan sin pudor sus sobacos sudados y sus pantorrillas desproporcionadas, pero los he visto entrando de igual guisa en el museo de El Prado o en la Biblioteca Nacional y no estoy dispuesto a ignorar tales espacios. Usuario temprano y habitual por determinación profesional, desde fechas muy anteriores en las que se nos recibía a los pasajeros de las líneas comerciales con exquisitas maneras, sé bien que su evolución de los tiempos ha terminado con ellas. Pero no evitaré decir que, para mi, el avión también es frustración. Víctima del aroma de glamour que desprendía, en un viaje a Lima acudí una vez al espacio de azafatas para pedirle un zumo a la elegida. Estaba convencido de que antes me tomó en consideranción, pero la suerte jugó con mi inocencia y ella me pidió que identificara el asiento. Como las mujeres son muy raras, no me extrañaría que algún compañero de viaje despertara más su atención que yo.
Al margen de anécdotas menores, la mayor desilusión me la produjo un viaje a Samarkanda, allá por los 80. Nunca debí aceptar la invitación del departamento de propaganda soviético para llegar a la ciudad por el aire, cuando desde los años de colegial soñé emular a Clavijo irrumpiendo a uña de caballo. Junto a una compañera del desaparecido Diario 16 y el director de un periódico valenciano, llegué una noche a la capital, de casi tres milenios de antigüedad. A nuestro lado llevábamos a un comunicador del régimen que, en su momento, nos grabaría una entrevista para la emisora oficial moscovita en el exterior. El objetivo era la divulgación del sistema y, colegas europeos con experiencias similares anteriores nos habían advertido de que las respuestas eran convenientemente manipuladas. Samarkanda era una satrapía persa cuando la conquisto Alejandro y fue más tarde musulmana y turca. Saqueada por Gengis Khan en 1220, siglo y medio más tarde Tamerlán hizo de ella la capital de su imperio, que se extendía desde India a Turquía, y la convirtió en centro de sabiduría y encrucijada de culturas por su importancia en la ruta de la seda entre China y el Mediterráneo. Un siglo después de los viajes de Marco Polo, el embajador del rey castellano Enrique III, Ruy González de Clavijo, llegó en 1404 para negociar alianza con el mongol frente a los turcos, pero la muerte de este frustró las intenciones. El diplomático dejó sus experiencias en el libro Embajada a Tamerlan, que yo había leído más de una vez, creo recordar que en un ejemplar de la colección Austral de Espasa. En recuerdo de la misión, un barrio de la ciudad lleva hoy el nombre de Madrid. Anexionada por los rusos para contrarrestar el expansionismo británico en Asia, en 1925 Samarkanda fue capital de la República Socialista Soviética de Uzbekistán, antes de serlo Taskent.
Allí visité la tumba de Qusam ibn Abbas, primo de Mahoma, y otra larguísima de Daniel, profeta del Antiguo Testamento, cuyo cadáver crece una pulgada al año. Y, desde luego, la de Tamerlán, el Mausoleo Gur-e Amir, referencia arquitectónica para el Taj Mahal de Agra, India. También la réplica de la Bibi-Khanym, destruida por el terremoto de 1897. Gran mezquita, se la conoce aún por el nombre de la esposa de Tamerlán, que la construyó durante una de sus batallas. El arquitecto se enamoró de ella y le exigió un beso para terminar la obra, pago envenenado porque el guerrero le persiguió hasta encontrarlo muerto. Sus dimensiones, las cúpulas azules y las cerca de cuatrocientas columnas de mármol, me impresionaron sobremanera. Aunque mi llegada no fue a caballo, nunca me olvidaré de Samarkanda.
De allí fuimos a Bujará, centro tradicional de una comunidad judía, principal de cultura islámica en Asia Central y segundo lugar de peregrinación musulmana tras La Meca. De ahí era el pensador persa Avicena, pero lo que me dio que pensar fue que, por la ventanilla del pequeño avión en que nos movíamos, se veían agujeros considerables en el fuselaje. Pudimos compararlos pronto con los que lucía el avión que nos llevó a Taskent, la ciudad de piedra. La invasión nazi de la URSS había llevado décadas atrás al Kremlim a desplazar industria a la zona, que no perdió ya su importancia como centro científico, por lo que tampoco resultaba tan extraño que volaran aquellos aviones. Allí vi la estatua más grande jamás construida en honor de Lenin, que hoy sé reemplazada por un globo con el mapa geográfico de Uzbekistán. De regreso a Moscú, de donde partimos un par de semanas atrás, los pasajeros del país transportaban sandías tan enormes como quizá no sea ese globo. Nunca las vi más grande. Las depositaban en un amplio receptáculo del planeador y durante el vuelo golpeaban sus paredes de tal modo que creímos en nuestra mala suerte al interpretar que había comenzado el conflicto armado con Occidente. Era la época de la guerra fría.
El avión es el medio, qué duda cabe. Tuve billete con escala en Roma para otro viaje profesional a Moscú y lo cambié a última hora por uno que lo hacía en Frankfurt y partía casi a la misma hora. Dieron preferencia a aquel y se estrelló provocando una de las grandes tragedias en la historia del aeropuerto de Madrid Barajas. Estuvimos retenidos en pista el tiempo suficiente para que familiares y compañeros me dieran por amortizado. En el siniestro murió un compañero de mi promoción. También en el aeropuerto de México estuve retenido unas horas por no sé qué imponderable. Los pasajeros fuimos desalojados y nos acomodaron por una noche en un hotel de la capital. Pude así encontrarme de nuevo con una brillante colega chilena que frecuenté durante las semanas que pasé en la capital federal. Estábamos convencidos de que no habíamos agotado nuestras experiencias comunes, pero parece que nos equivocamos. Se llamaba Jimena, quizá me lea ahora, nunca se sabe…
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