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CUAUHTEPEXPETLATZIN

Atravesé el vagón camino de la cafetería. Por encima del asiento, su pelo rubio y fosco atrajo mi atención. Al sobrepasarla, parecía concentrada en la lectura de un libro. Tomé un café negro con sacarina. De regreso, la mía, curiosa, tropezó con su mirada indiferente. Pasaba de los cuarenta años y conservaba cierto atractivo, realzado por un acertado maquillaje sobre sus labios gordezuelos y sus ojos vivarachos. A su lado, un hombre de similar edad se aplicaba en la resolución de un crucigrama.


En mi butaca, y contra mis planes, me desinteresé de la escritura del cuento que iniciara poco antes, así es que me levanté inquieto. De nuevo camino de la cafetería, el azar quiso que el vaivén del tren me desequilibrara contra su asiento. Pedí excusas y ella apenas sonrió en señal de aceptación. Me fije en su escote de un blanco inmaculado y en que él llevaba avanzado el crucigrama. Tomé un café negro con sacarina. De regreso, localicé su figura y ella estrechó la postura con una coquetería que no me resultó indiferente. El tipo avanzaba en su empeño y seguía imperturbable.

Decididamente, no era capaz de rematar mi cuento, lo que sentí por los millones de lectores de Facebook que estarían pendientes de la entrega. Me sabía desasosegado e inicié de nuevo la andadura a la cafetería. A la altura de la pasajera rubia de pelo fosco, musitaba una cancioncilla de plena actualidad para hacerme notar, quizá algo del Duo Dinámico. Ella levantó la vista hacia mi cara con cierto desagrado, que atribuí a la partitura, y seguí mi camino. Él debía de ser sordo o fiaba toda su atención a las tres o cuatro palabras que apenas le faltaban para completar el ejercicio. Tomé un café negro con sacarina y, desandados algunos pasos, decidí permanecer en el espacio entre el vagón restaurante y el mío propio, donde quedaban el lavatorio y las puertas de acceso a las vías.


Iba a entrar al lavatorio, cuando apareció la mujer rubia de pelo fosco, quizá camino de la cafetería. Curiosamente tarareaba la canción del Duo Dinámico que referí en su momento, ella también estaba a la última o quería hacerme sentir cómodo. Era eso. Sin más, se abalanzó hacia mi y puso sus labios gordezuelos sobre los míos, que temblaron como aprendices. Sus ojos vivarachos, nublados ahora según creí por la pasión, quedaron a escasos milímetros de los míos. Yo la abracé como corresponde, sin aceptar mayor responsabilidad; hoy en día, si te pones exquisito no te comes una rosca. De repente, noté que se desvanecía entre mis brazos, cosa que no siempre me sucede con las mujeres que abrazo. Recorrí su espalda con las manos y zas, encontré la explicación: Tenía un cuchillo clavado en la espalda. “¡Hostias!”, acerté a decir… Elle dijo: “Cuauhtepexpetlatzin”… Y expiró.


En Albacete, parada inmediata donde nos detuvieron los policías nacionales advertidos por el revisor del tren, se lo solté tal cual al inspector. Hasta llegar allí había pergeñado una hipótesis. Acertada, según comprobó mi interlocutor, esa era la palabra con la que el hombre que acompañaba a la víctima hubiera acabado el crucigrama. La indicación de la publicación lo corroboraba: “Líder del grupo culhua que ocupó el Malinalco mexicano en tiempos remotos”. Ella se lo habría soplado, y él, herido en su orgullo, le clavó el puñal en la espalda cuando se incorporó del asiento para dirigirse a la cafetería. Era duro admitir que la mujer no buscaba mis brazos sino la delación cuando intimó conmigo. En ese punto de la declaración, me eché a llorar. “Las mujeres que se acercaron a mi, siempre tuvieron segundas intenciones”, reconocí compungido al inspector. “Por eso viajo solo a pesar de mi edad”, seguí… El inspector trató de consolarme: “A mi me pasa algo parecido”, musitó. “En realidad, yo quería ser guardia civil por aquello de que van en pareja. En fin… vamos a considerar su hipótesis…”, agregó ensimismado, aunque sin comprometerse.

Me dejó en libertad tras felicitarme; reconocidas mis condiciones, hubiera podido ganarme muy bien la vida como sabueso. Se lo agradecí, pero tenía mi propio trabajo. Lo primero que hice desde entonces es escribir esta historia para subirla a Facebook, una obligación con los millones de seguidores que penan por mis entregas. “Las mujeres no son siempre lo que parecen”, me había dicho el inspector como despedida... “Ah…”, me retuvo aún, “y, si le parece, podríamos viajar alguna vez juntos. Yo también me encuentro muy solo”… Iba a preguntarle que por quién me había tomado, pero callé, no quería que el tiro me saliera por la culata. Con perdón.


© Javier Figuero facebook.com/javier.figuero.autor/

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