EL MAS RICO DEL MUNDO
- Javier Figuero
- 27 sept 2017
- 3 Min. de lectura
Cuando la revista Forbes me designó el hombre más rico del mundo, entré en terrible depresión. Todo lo veía negro, incluso la portada de la publicación ocupada con un primer plano de mi rostro, previamente retocada en Photoshop para hacerme la pelota. Hasta entonces, mi nombre se asociaba al de un emprendedor que daba trabajo a millones de personas del tercer mundo, que es donde más diferencias se alcanzan en el beneficio dentro de la ecuación inversión/ trabajo, y ahora tendría que conformarme con curarles sus enfermedades invirtiendo en hospitales e investigación. Pero yo no era un altruista, lo mío era el desafío de la riqueza y del capitalismo, que es la base de la civilización. Para mayor afrenta, de los países del primer mundo comenzaron a llegarme distinciones donde no podía excusar la presencia, pues los primeros mandatarios asumían en persona la entrega de las mismas y otra cosa hubiera sido una afrenta para ellos. En fin, que pronto estaba hasta los mismísimos…
Permanentemente vigilado por periodistas y empresarios, deseosos de descubrir las claves de mi éxito, decidí situar personas interpuestas en los vértices de mis holdings, y yo me aventuré en una etapa de desconexión que, según, el equipo de médicos que me seguía por el mundo por las constantes vitales emitidas a distancia, habría de resultar beneficiosa para mi salud. Y, como soy consecuente con mis decisiones, una noche de luna clara partí en canoa en alta mar desde mi trasatlántico particular a una isla en tierra de nadie situada en el Pacífico occidental de poco más de cinco metros cuadrados, fuera del alcance, eso sí, de los misiles nucleares de Corea del Norte. Solo, al margen del consejo de mis asesores que me recomendaron la compañía de un cocinero con tres estrellas Michelin especializado en tortillas de patatas y gazpachos, un somelier cordon bleu para que me hiciera refrescos de fruta, un entrenador personal que me evitase la celulitis en los glúteos y una tenista rusa que sabían, como con las pitanzas, que me gustaba una barbaridad. Completamente solo, insisto, desnudito y sin más pertrechos que una bengala, por si, en situación desesperada, reclamaba el servicio de la seguridad personal que mantenía en nómina en el trasatlántico. Quería tener la satisfacción de los pobres, espolear mis habilidades para poder comer y refugiarme en la adversidad, encontrar el modo de cubrirme las vergüenzas, las de la entrepierna y las que me provocaba ser el hombre más rico del mundo, y eso que la isla estaba completamente desierta.
Remando, remando, tarde un par de horas en poder hacer pie en el destino. Una acomodación un tanto accidentada porque, en el último esfuerzo, la canoa golpeó una estructura metálica a la que, por el momento, no presté atención pues el choque me lanzó a la arena con cierta violencia, de modo que hube de curar un par de rasguños en brazos y piernas para que no fueran a mayores, lo que hice con agüita de mar y diciendo en voz alta el habitual sortilegio: “Curita sana, curita sana”…
Repuesto al fin, desarrollé la lógica curiosidad por aquella estructura, pues en la soledad del escenario no parecía tener lógica. Me costó lo mío hacerla aflorar por completo. Se trataba de un cofre de grandes proporciones que miré muy atento durante el tiempo preciso para reponerme y, con lo repuesto, afronté su apertura ayudado por una inmensa costilla de indeterminado animal, probablemente un dinosaurio. Al lograrlo dije: “¡Ooooohhh!”… Para luego ratificarme: “¡Ooooohhh!”… Nunca vi antes tamaño número de lingotes de oro ni de tan grandes proporciones y eso que era el hombre más rico del mundo. Enseguida me di cuenta que estaba ante el tesoro escondido del general japonés Tomoyuki Yamashita, el tigre de Asia, conquistador de China, Singapur y Filipinas y saqueador del continente amarillo que en 1945 enterró su fabuloso botín sabiéndose descubierto y se llevó el secreto del lugar a la tumba. Y no es que yo fuera un experto o me las quiera dar de listo, es que en el recipiente encontré una carta donde el tipo se atribuía la propiedad, mientras amenazaba a los presuntos violadores del tesoro con enviar como desagravio a los ushi-oni y los nure-onna, auténticos demonios del mal japoneses.
A partir de aquí, comprenderán que se me agudizara la depresión. Si bien nunca lo supo Forbes, ahora era el hombre más rico del mundo al cuadrado, una barbaridad de rico. La verdad, da asco saber que uno está predestinado a atesorar tanto dinero. Sí, créanme, siento asco de mí mismo.
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