JÚPITER
- Javier Figuero
- 20 ene 2018
- 3 Min. de lectura
Nueve, ocho… tres, dos, uno, cero… La nave despegó con la suavidad calibrada en los ensayos. El visor que enseñaba el exterior me presentó mi paso por las nubes como la acertada danza de un vals vienés la noche de las debutantes, pero enseguida sucedió un espacio de oscuridad y luces desiguales mecidas por un silencio sepulcral. Acojonaba, la verdad. Desubicado de mi realidad, la soledad se tornaba hostil. Con ánimo de sobreponerme, ponía nombres a los cuerpos astrales para hacerlos familiares. A ese, el de mamá, que quizá anduviera por aquí; para aquel otro, el de mi compañera de pupitre en el colegio que me enseñó una teta por primera vez en mi vida… Al más grande de todos, que refulgía a lo lejos, le llamé Leopoldina.
Yo estaba ahí por amor a Leopoldina. Antes de conocerme, tuvo un novio torero, otro mercenario, un tercero terrorista por mandato religioso y varios más, entre los que no faltaban un guerrillero colombiano, un activo contrafeminista español y un hombre araña coreano con record de ascensión de fachadas por los edificios más altos del mundo. Profesiones varoniles, frente a las que Leopoldina se empeñaba en considerar la mía de poeta como una “mariconada” y a mí como el epígono de un sexo anodino que llevaría a las mujeres heteras a la insatisfacción permanente. “Te pongas como te pongas”, me dijo por teléfono un día Leopoldina cuando intentaba involucrarla en una cita de pasión, “yo no me acuesto con un poeta”. Y agregó para que las cosas quedaran meridianamente claras: “¿Queda claro?..”.
Leopoldina no me daría nunca su flor sin hacer méritos para podarla… Intenté destacar en el mundo de la torería, el terrorismo, la guerrilla colombiana, el contrafeminismo, la escalada de fachadas en rascacielos, pero hasta los monitores de las escuelas donde acudí a formarme en las especialidades se rieron con solo verme. Al corriente de todo, Leopoldina se distanció mucho más de mí y ya ni siquiera cogía el teléfono cuando la requería. Por eso me hice astronauta. No le dije nada a Leopoldina, proyectaba impresionarla, seguro que ninguno de sus amantes había llevado su valor tan lejos. Por esos días andaba ella con un ladrón de casas kosovar que la enamoriscaba con su coraje.
El espacio es una experiencia inolvidable. Se la recomiendo a cualquiera, no importa que las cosas fueran como fueron. Posada en Júpiter, salí de la nave espacial con gesto proporcionado a la gesta que consumaba. El paisaje era árido, pero tenía su belleza, solo había que encontrársela. Girando lo necesario sobre mí mismo con los pies bien anclados en el suelo, hice una panorámica completa del escenario circundante. Todo era silencio, desolación, devastación, estrago… Bueno, todo no. Allá, a lo lejos, se divisaba un árbol, aunque sin hojas, pero no estaba para golosinas, decidí aventurarme. Con el traje de astronauta y la escafandra correspondiente, comprenderán que no fue tarea fácil, pero, un hombre de pelo en pecho, como yo era ahora, no le hace ascos a nada.
El árbol era de color rojo, en Júpiter las cosas son como son. Giré sobre su tronco y fue eso lo que me permitió ver un cartel clavado a media altura. Lo miré, soy curioso. Para mi sorpresa era una foto de mi adorada que, con su propia manita, había escrito sobre la misma esta leyenda: “Para Greg, el hombre más valiente del mundo de su Leopoldina”.
No volví a la tierra. ¡En Júpiter tampoco se está tan mal!..
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