GIGOLÓ
- Javier Figuero
- 17 feb 2018
- 3 Min. de lectura
De adolescente ya quería ser gigoló. Así, advertidas las cualidades básicas, decidí prepararme con ahínco. De momento fortalecí piernas y glúteos con largas caminatas y, alcanzado el pleno desarrollo, no falté un día al gimnasio: elíptica, TRX, flexibilidad, fuerza y resistencia; a completar con depilación, masajes y baños turcos para hidratar la piel. Dado mi carácter aplicado, la familia no dudó en apoyarme y, donde no pudo llegar, suplí su bonhomía con una sociedad anónima cuyo accionariado cubrió gente espabilada a la que tuve la habilidad de implicar: vecinos, los papás de los condiscípulos del colegio, desesperados porque sus hijos soñaban con ser ingenieros o médicos… Hoy día, quienes no sepan interpretar la deriva social, el fin de la pareja tradicional, el ocaso del pecado y todas esas cosas, están condenados a hacer oposiciones o a emigrar a los países ricos. Yo la interpreté; estudié filosofía, idiomas, danza y me matriculé en un par de masters con aprovechamiento... Pese a los muchos que seguían apostando por el pasado, la competencia en el futuro se adivinaba feroz… Al concluir mi formación, podía hablar de la caverna de Platón en chino, ruso, y otras lenguas comerciales, mientras ejecutaba un sissone en el centro de un dormitorio acondicionado con caída en reverence. El maniquí se retorcía de gusto cuando acertaba sobre sus hechuras, trasunto de la futura clientela…
Pero, como el esfuerzo formativo por si solo tiene escaso recorrido, me ocupé muy mucho de respaldar el que venía haciendo con una base organizativa sólida. Saqué licencia de autónomo, pues tengo conciencia social y quería canalizar los impuestos que devengara mi actividad laboral por el cauce oportuno, consciente del deber de contribuir a la realización de infraestructuras en el espacio común, la financiación de las pensiones de nuestros mayores y otras cargas sociales que no tienen por qué descansar necesariamente sobre los hombros de los trabajadores del último eslabón de la cadena productiva. Como conviene decirlo todo, oportunamente expuesto y, previo pago de las comisiones correspondientes en los despachos de las administraciones implicadas, mis planteamientos morales me facilitaron estimables subvenciones de esas con que los organismos pertinentes premian hoy día a los emprendedores, base de los Estados modernos. Al fin, un gigoló con pretensiones genera ya un número considerable de puestos de trabajo.
A las pruebas me remito. Bien dirigido por un equipo de expertos en el que no faltaban consultores de imagen y estrategas de mercado, antes de dar el definitivo salto al profesionalismo, completé una gira por provincias para promocionar el libro “Siempre quise ser gigoló”, que redactaron en mi nombre un par de negros literarios, eruditos a la violeta que se pagaban con tan digno oficio la dudosa adicción a versificar en la intimidad. Sobra decir que el texto en cuestión tuvo tan buena acogida como si hubiera salido del caletre de un presentador de programas de telerealidad o un antiguo presidente de Gobierno. Firma de ejemplares y entrevistas en los medios caldearon definitivamente el debut, que se disputaban para entonces un cuantioso número de solicitantes, ejecutivas agresivas estresadas, feministas radicales que se querían pagar sus propias consumiciones o damas faltas de afecto.
El día de marras convoqué una fiesta por todo lo alto. El encuentro amoroso se estableció mediante sorteo amañado, de modo que recalaría en una espléndida eslava, limpita y muy rica en todos los sentidos, mientras se celebraba una fiesta de gran lujo en la que no faltó nadie de los que son. Bueno, sí, los reyes se excusaron, porque, a última hora, el emérito sufrió ataque de gota. Como exigía la costumbre, llegué a los postres para enseñar la prueba de mi acierto. Pero lo hice con las manos vacías. Tras varias horas de entrega no había logrado consumar el acto, lo que estaba obligado a confesar por decoro profesional. Al parecer de la eslava, que llevaba cursados tres años de Medicina, sufría una disfunción eréctil que la química no sería capaz de resolver.
Hundido, con los sueños hechos añicos, la tierra abierta ante mis pies, sin un familiar en quien refugiarme, sin un vecino que me diera consuelo, sin los papás de los condiscípulos de colegio que se hicieron ingenieros o médicos, los consejeros de imagen, los estrategas del mercado; en fin, solo como un gilipollas en la sala de celebración, me dio por pensar en lo fútil de la existencia, en como una pequeña circunstancia imprevista puede trastocar de repente los planes más elaborados, las vocaciones más firmes... He ahí, justamente, la moraleja a transmitir con este texto, que, créanlo, tan duro me ha resultado redactar.
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