YO, EMPERADOR DE ROMA
- Javier Figuero
- 9 jun 2018
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Después de amar me gusta comer uvas. Situación en la que afloran los caprichos, confieso ser para entonces caprichoso. Traté mujeres que cerraban el festejo con marron glace o macarons, y otras, menos sofisticadas, con sándwiches de Rodilla; generosas sin duda, pero no acababan de llenarme. Como tantas otras manifestaciones de la personalidad, lo mío viene de la niñez; Ben-Hur, La túnica sagrada, Cesar y Cleopatra… aquellas películas de romanos donde las orgías de los emperadores les mostraban en el diván con un racimo de uvas en la mano, mientras hetairas con la desnudez controlada por la moralidad de la época de difusión, rondaban al afortunado para tentarle con sus frutos naturales. Marketing tal vez, pues la creencia en la antigüedad de que el vino era una necesidad vital para el hombre había llevado a los comerciantes del incipiente imperio a negociar por el mundo sus simientes, antes de enviar a los confines a las aguerridas legiones. La foto de los altos magistrados con la boca ocupada con uva de Colchester o de Ceret, la actual Jerez de la Frontera, era una publicidad irresistible. Niño aún, yo envidiaba a aquellos emperadores de celuloide capaces de ordenar el incendio de la propia Roma con un racimo en una mano y el culo de la esclava en la otra, y ya nunca quise amar sin una garnacha tintorera de Alicante o una godella del Bierzo como postre. La verdad, aun en casos así he sentido la patria como pocos.
Ambrosia me quería como merecen ser queridos los hombres que tienen un sueño, y así me lo repetía cuando nos amábamos y comíamos después de la misma uva, porque nos gustaba compartir también ese líquido que explotaba del fruto cuando les hincábamos los dientes al unísono. Para no perder comba, aun en las épocas sin cosecha nacional, las gestionaba por Internet y nos llegaban de Chile o de las tierras próximas al Eúfrates, del África septentrional incluso; al fin, convive en mí una visión internacionalista de la realidad. Para pagar su atención, yo enriquecía el nombre de mi chica con un acento en la i para acompañarla en sus orgasmos, y eso la enloquecía de dicha: “Ambrosía, mi amor”… Hubiera sido completamente feliz si no advirtiera la continuidad de una sombra de melancolía en mis ojos que le hablaba del sueño no realizado. Pero ella no había renunciado a completarlo, era traficante de bitkoins y creía tener los medios de proporcionarla.
Cumplido el primer año de nuestra relación, Ambrosia organizó una bacanal sorpresa en mi honor; sociable como era, contaba con buenas amigas. Con hábil ardid me llevó a un penthouse del Monte Pincio, que dejaba buena parte de Roma a nuestros pies. Todas se mostraban desnudas, pero ella no quería hacer demasiadas concesiones y, tras quitarme la ropa, me colocó una corona de laurel en la cabeza; no es preciso añadir que era película para adultos y dioses. Júpiter, dios de los mismos, y Pamona, deidad de la fruta, presidían el territorio. Aquello era un jardín frutal y en las bandejas repartidas por el espacio destacaban racimos de uvas importados de los más alejados rincones del antiguo imperio. Eunucos traídos de Ostia nos servían bresaola y maritozzis con vinos Masi Campiofiorin del Veronese y Cesare Barbaresco.
La velada transcurrió en un ensueño; todo tiene su tiempo y, tras el crepúsculo, apareció la noche enmarcada por las luces de los principales monumentos de la ciudad. Con el personal tendido por el suelo, como el lector avezado en orgías reconocerá, Ambrosia me tendió la cithara y yo comencé a entonar el llioupersis, uno de tantos cánticos que los romanos copiaron de Grecia para ocasiones así. Concluido el mismo, recogió el instrumento musical de mis manos y me tendió la antorcha. Yo sabía que era el momento culminante de mi vida. Miré a mí alrededor, todos dormían agotados, eunucos incluidos… ¡ya no hay rigor en el servicio!..
Me fijé en unas cortinas de satén liso de Charmeusse y otras de Georgette con brocados de diferentes dibujos que, dispersas por el espacio de la juerga, enamoraban al fuego, lo mismo que los muebles de madera de bocote y de dalbergia, de extrema distinción. Ambrosia me seguía con la mirada arrobada, como si mi estatura superara la de Júpiter; nunca como entonces tuvo otro dios en la cabeza que yo. Por eso, al verme dudar, enardeció su rezo: “Adelante, Nerón, gritó transfigurada”… Pero yo apagué la antorcha en una de las cubas de vino próximas y fui a asomarme a la ventana para extasiarme en aquel cielo estrellado de la primavera romana que nunca me decepcionará. Con mis ojos fijos en el mismo, me dio por imaginar lo dura que hubiera sido a partir de entonces mi existencia sin una gran ilusión como la de ser emperador de Roma.
Te diré, lector, que, desde entonces, sigo soñando con lo mismo, pero, después de amar, a falta de las denostadas uvas, me apaño con sandías.
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