LA REINA DE SABA
- Javier Figuero
- 30 sept 2018
- 3 Min. de lectura
Antes de formar pareja, dejamos las cosas claras: Marixel quería hacer carrera en el Banco, donde venía sustituyendo a la cajera de una sucursal de barrio cuando la titular, con colon irritable, sufría baja por enfermedad. Tarde o temprano, encontraría yo el tesoro de la Reina de Saba; las vocaciones, cuanto más claras se expresen, mejor. Porque el hábito hace al monje, en la época me acostumbré a vestir como Indiana Jones, una forma de dejar clara la mía. A Marixel le encantaba ir al lado del monje por la vida, porque no todo eran albaranes y dividendos.
Tras pertinaz esfuerzo en estudio y trabajo, Marixel me comunicó una noche que la presidencia de su entidad le nombraba directora general de criptomonedas, departamento con futuro. Para entonces llevábamos siete años juntos y, como consideré justo celebrarlo, le pedí dinero y me acerqué a una tienda de vinos cercana a casa para comprar el mejor champagne que encontré, gesto que ella consideró “un detalle entrañable”. Al brindar, dijo: “Querer es poder”. Y yo dije: “Sí”, mientras le devolvía las criptomonedas sobrantes.
El nombramiento de Marixel no cambió nuestras vidas. Como venía haciendo, yo seguí tras la pista en la Biblioteca Nacional de Madrid de unos mapas del actual territorio de Etiopía, que lo fue del reino de Saba y que podrían haber sido dibujados a mano alzada sobre el terreno por un judío natural de la actual provincia española de Córdoba, comerciante de aceitunas picual en salmuera con el rico país de los sabeos. De acuerdo con los estudios bíblicos del Cantar de los Cantares y del Kebra nagast, libro sagrado de la iglesia ortodoxa actual de la zona, la reina de Saba podría haber llegado a atesorar una auténtica fortuna, pues solo en uno de sus encuentros amorosos con el rey Salomón de los judíos le obsequió con cuatro toneladas y media de oro, pero de la que no hay testimonio en nuestra era, pese a que lo persiguieron en su momento filántropos ingleses y otros aventureros despejados, como el escritor francés André Malraux. Al cierre del docto establecimiento, acostumbraba a ir a casa, donde tenía intimidad con mi pareja, aunque no era infrecuente que esta tuviera compromisos sociales, a los que gustaba acompañarla. En ellos conocía a sus amigos, gente establecida en las entidades financieras internacionales que, de manera deferente, se interesaban por mi trabajo y que, cuando trataba de explicárselo, me daban palmaditas cariñosas en la espalda que a mí me reafirmaban en la bondad del camino elegido, pero que a Marixel le llevaban los demonios, sobre todo cuando agregaban comentarios del tipo “un hombre de pelo en pecho”, y así… Recelosa de ellos, una noche que regresábamos a casa en su coche de empresa, mi pareja me pidió que no volviera a ir de Indiana Jones a los lugares donde se encontraba con los suyos, pero yo le recordé que era mi forma natural de vestir, la que había apreciado cuando establecimos conocimiento y relación de amor, la que me situaba en el epicentro mismo de la realidad que perseguía desde mucho antes de encontrarla. Una realidad que ahora tildó de “patética”, aunque enseguida disculpó sus palabras. Pero en el curso de aquella charla comprendí que la falla arqueológica que nos mantenía unidos estaba empezando a fracturarse.
Cuando, diez o doce años después, Marixel fue nombrada directora del banco para el continente africano con residencia en la emergente ciudad de Adis Abeba, capital de la República Democrática Federal de Eiopía, yo no dudé en felicitarla. Pese a que residía por entonces en un pueblo de Córdoba como empleado en una fábrica para la producción de aceitunas picual en salmuera, donde tenía restringidas las llamadas telefónicas, afronté el gasto con un par y me puse en contacto con ella. Llevábamos tiempo separados de cuerpo y alma, pero me atendió con cariño; esa misma mañana se había acordado de mí. Una mujer, que mostrara pruebas de ser descendiente de la reina de Saba, le confió el tesoro de la antepasada para que lo sacara del país porque las cosas se estaban poniendo allí muy mal. Marixel estaba feliz, porque hay asuntos con gran valor afectivo. Con aquel pelotazo, estaba por asegurar que sería la próxima consejera delegada del Banco, a más de la repercusión internacional que tendría con el descubrimiento. “Querer es poder”, me dijo, y yo le dije: “Sí”, mientras me comía una aceituna picual en salmuera... La comunicación telefónica no era buena, no creo que se apercibiera del llanto que, manando en torrente de mis ojos, empapaba ya mi vestimenta de Indiana Jones, como lo hubiera hecho una lluvia extemporánea de la sabana africana que nunca caería sobre la misma.
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