LA PERLA
- Javier Figuero
- 24 nov 2018
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Sin memoria del hallazgo en encuentros anteriores, aquella tarde atisbé en el ombligo de Ariate una ligerísima protuberancia; familiarizarse con el cuerpo ajeno es empeño de gran aliento. Y fue eso, el aliento, lo que me dio la pista del descubrimiento. Entre el amor y la concupiscencia, yo andaba enredando con la boca por el abdomen de mi amada cuando el suspiro que me provocó el delicioso sabor de su pielecilla empañó parte del recorrido, la región umbilical o mesogastrio en particular, justo debajo del epigastrio y por encima del hipogastrio; me gusta ser preciso en los relatos. El vaho exhalado destacaba allí una lucecilla irisada de escasísimo diámetro, pero tan intensa como la de un láser de última generación, ante la que caí deslumbrado, lo que no me impidió toquetear el puntero, la ligerísima prominencia, centro ya de mi desbocada curiosidad. Y, ya puesto, la chupeteé, incluso, antes de pronunciarme. Al fin, con todos los datos a mano, exclamé: “¡Hostias, esto es una perla!”…
Ariate bajo la mirada cuanto pudo. Originaria de un pequeño atolón de la Polinesia francesa, representaba la modestia ancestral de sus naturales. Pero también su orgullo. Descubierto su secreto, tiró de este para decirme que se dan allí las perlas más codiciadas del mundo dentro de las ostras Pinctada Margaritifera, con tonalidades que varían entre el dorado, anaranjado, gris, negro y azulado. La suya conjugaba todos esos colores, bastaba buscar la posición idónea frente a ella para desentrañar sus matices. Yo le dije: “Me encantan las ostras”. Y, como pareció ilusionada con la confesión, agregue: “El vino corre de mi cuenta”.
Nunca hasta entonces había comido a Ariate con tanta voracidad, mordisco tras mordisco entre sorbos de un exquisito albariño que nos venía abriendo la puerta a la inmersión en las profundidades de nosotros mismos, a fin de tomar conciencia con nuestra naturaleza de ostra. Retomábamos la idea del mandala de otros mares y, cuando uno se mete en eso, no puede ir con un tetrabrik en la mano. Empeñado en recorrer el sendero que va de la periferia al centro para trascender el cosmograma, la segunda botella de aquel vino resultó aliada fundamental y trajo a nuestros oídos los susurros y recomendaciones del Inefable, que así se nombra la deidad local.
Ariate me tradujo al Inefable, pues, lógicamente, hablaba en su lengua. Las perlas se forman cuando un cuerpo extraño se introduce en el molusco para ser cubierta de carbonato de calcio (CaCO3, precisó el dios para marcar la diferencia entre nuestros saberes) y una proteína llamada conchiolina, que resulta en el nácar. En unos diez años, la perla alcanzará el pleno desarrollo. “Tú me has dado lo extraño y yo he puesto lo otro”, me dijo Ariate zalamera, mientras me tendía un hibiscus blanco con esa dulzura encantadora de las polinesias que supo apreciar Marlon Brando y aprecio yo. Bueno, ¡tampoco se trataba de comparar!.. “Tu ombligo es un molusco delicioso”, concedí a la compañera. “Aunque”, aclaré, incapaz de superar la comparación: “te vendría bien reforzar el mesogastrio con ejercicios específicos”. Eso le sentó tan mal que mostrar mi lengua trabada por el vino no me sirvió de atenuante.
La Juani se levantó de la cama impelida por el resorte de la ofensa, una verdadera polinesia no mostraría mayor orgullo. Como dejó abierta la puerta del baño, advertí desde la cama la rabia con que retiraba de su cara el exótico maquillaje sirviéndose de la toalla de manos. De nuevo en la habitación se soltó el piercing del ombligo y me lo arrojo a la cara con desprecio, lo mismo que el par de folios arrugados previamente entre sus manos. “Métete ese asqueroso cristal y tu guion de mierda por el culo”, dijo y, enseguida, se puso la camiseta de Zara y el vaquero de lo mismo con los convenientes desgarrones en los muslos y me abandonó dando un portazo. “Las ostras no se venden a precio de chirla”, me gritó desde sus pasos, “y a la hija de mi madre no se le insulta, por mucho que le pague un tío para hacer guarrerías”. No hablaba por hablar, ¡la Juani, cuando se desata, es mujer a temer!
No me fue difícil localizar en la tablet a Marlon Brando. Con el rostro lloroso me sinceré ante su imagen: “¡Pedazo de cabrón!.. y tú, ¿cómo te lo montabas con las polinesias?”… Asqueado de mí mismo, me puse a escuchar Les Pécheurs de Perles de Bizet. Solo la música puede calmar la extrema desilusión: “Je crois entendre encore / caché sous les palmiers / sa voix tendre et sonore…”. Fijado en el vacío de la Juani, me definí entonces como la misma imagen de la nostalgia.
¡Es lo que tiene la Polinesia, que se te mete muy dentro!..
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