NO ESCAPARÁS DE ESTAS PÁGINAS
- Javier Figuero
- 12 ene 2019
- 4 Min. de lectura
De personalidad independiente, Acacia y yo nos respetábamos en todo y cada uno guardaba exquisita distancia con las cosas del otro. Prudente por demás, jamás hubiera ella violentado esa costumbre, de modo que lo sucedido no puede achacarse más que a mí mismo. ¿Despiste?.. Sí, un rasgo de carácter que me define, aunque admito que está vez actué movido por el ego, no todos los días puede uno presumir de ver su cara en la portada de The New Yorker, entre otras cosas porque es una revista semanal. Error de autoestima, que hasta los menos letrados justificarán. No ignoran siquiera estos que sus páginas acomodaron en el tiempo trabajos de Hannah Arendt, Truman Capote, Raymond Carver o Woody Allen (este antes de ser un apestado pedófilo, desde luego), por no citar más que a los que me apetece. Nunca di motivos para cuestionar mis hábitos sexuales y era más que evidente que un día u otro tendría que suceder. Me lo dijo el propio editor de la publicación en nuestra última conversación telefónica (me había llamado siete veces en los tres últimos meses): “Mi admirado Javier, no puedes negarte: portada, página impar, cuerpo 16 en el texto y 22 para el apunte biográfico…”. “Ya”, interrumpí… “Sabes que soy renuente a colaborar con los medios de tu país mientras Trump se mantenga en la Casa Blanca. Su comportamiento con los colegas de la prensa me resulta detestable”… “Eso es coyuntura… Nuestros lectores demandan tus historias, no podemos defraudarlos”, afirmó dispuesto a llevar la pelea al límite. La demanda del lector es el límite de cualquier escritor que se precie.
No sería justo decir que Acacia violentó nuestro pacto de respeto con el otro. Confieso que aquella mañana dejé intencionadamente el ejemplar de cortesía que me llegó del The New Yorker sobre la mesita del salón, frente a la chimenea de gas, su lugar preferido cuando, de vuelta del gimnasio, gustaba tumbarse en el sofá próximo para seguir en la tablet las cotizaciones de las principales Bolsas del mundo y ordenar por teléfono sus operaciones financieras. Instalada de nuevo donde acostumbraba, le sería imposible eludir mi rostro, portada del semanario. La imaginé interrumpiendo la sucesión de pantallas especializadas para devorar mi texto… Siempre me tuvo admiración, la economía iba detrás de mí en el orden de sus intereses.
Tras haber trabajado en el estudio buena parte del día, encontré a Acacia en casa haciendo la maleta. “Espero que te comportes como un caballero”, me dijo., “y que me ayudes a bajar los bultos al garaje”… ¨Pero amor…”, acerté a musitar, antes de rematar la frase: “tu sitio está aquí, a mi lado”… “Esta vez te has pasado cien pueblos”, dijo para herirme. Y agregó para matar: “La próxima vez escribes sobre tu madre”… “Ni te atrevas a mencionarla”, dije yo, como se suele decir en estos casos… Para entonces no se me ocultaba la razón de su enfado, pero intenté hacerla entrar en razón. Le dije que el yo literario y el yo narrativo no coinciden necesariamente y que, si había decidido utilizar la primera persona en mis cuentos, era para implicar al lector en una intimidad que le llevaría al centro de la misma. “Un recurso literario que los americanos aprecian una barbaridad”, dije. Pero Acacia estaba convencida de que mi personaje en el cuento del The Nwe Yorker era yo y que la mujer con que me relacionaba allí era ella y, lo peor, que todo el mundo se daría cuenta de lo último. “La tía”, dijo en plan despectivo para con su presunta sosias en la ficción, “odia el salmón tanto como yo, se pone fruta de la pasión en sus pechos para mejorar el sabor, lo que yo hago, y tiene tatuado el urinario de Duchamp en el culo, como yo misma”… “Otro recurso literario”, me defendí, “si yo me creo el personaje, será más fácil que se lo crean los lectores”…
Estaba rabiosa. Traté de explicarle la grandeza de ser musa de un creador solicitado por el The New Yorker. Nada. Tiré por elevación: le hablé de Fiammetta, de Beatriz, de Boccaccio del Dante. Nada. “Ellos nunca hubieran hecho eso”, dijo antes de irse con la maleta y con el urinario de Duchamp en el culo. ¡Nunca volvería a tratar con un culo, que era, también, una obra de arte!
Tarde unas semanas en saber de Acacia. Una noche me whatsappeó para recriminarme que no le hubiera ayudado a bajar los bultos al garaje la tarde de su partida. Yo no era “el caballero” que pensó y mis sentimientos no servirían de atenuante. Pero la principal recriminación se originaba en la historieta del The New Yorker. Feministas de ley, como correspondía con los tiempos, sus amigas le negaban el saludo. Y es que el personaje masculino de la trama, yo mismo, sin duda, daba por segura la fidelidad sexual de su pareja, ella misma, sin duda. Nueva contribución a la falocracia que la elegía como víctima… Confieso que releí el mensaje bajo el escalofrío de la duda: ¿Era yo un machista asqueroso? ¿Caería en las garras del feminismo radical, de donde me sería imposible escapar, como le estaba sucediendo a Woody?.. Incapaz de pergeñar una respuesta convincente, busqué el maldito ejemplar de la revista y lo hice añicos con mis manos. Acorralado por el destino, quise tapar con ellas la vergüenza, pero no podía separar la vista de los restos de la publicación.
No había salida. “Javier”, me dije con ese realismo con que los hombres de una pieza afrontamos los golpes de la vida, “no escaparás de estas páginas”. Y así me va…
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