INVITACIÓN AL VIAJE
- Javier Figuero
- 16 mar 2019
- 4 Min. de lectura
Cuando Baudelaire compuso su Invitación al viaje no existían los vuelos low cost y, ahora que proliferan, ya no existe Baudelaire. El escritor ideó unos versos orlados de admiraciones para motivar el desplazamiento de cierta ilustre provinciana hasta París, cuyos cielos encapotados tenían, le dijo, “el encanto tan misterioso de tus ojos traidores”.
Pero, aunque todavía no lo parezca, voy a hablarles de mí, empezando por aquellos primeros días de mi llegada a la capital de Francia, tras aceptar entusiasmado el traslado propuesto por la empresa que me empleaba, productora de placas solares, deseosa de abrir mercado frente a otros soles. Me faltaban unos años para la cuarentena y yo era un ingeniero reputado en el ramo, por lo que dirigir el empeño me llenaba de orgullo. Además, mi matrimonio con María Federica vivía de la rutina y los dos convinimos en que el cambio de localización podría ayudarnos a recuperar la ilusión que nos llevara a unirnos siete años atrás. Teníamos dos niños, la parejita, y haríamos lo posible para no desestructurar sus vidas, como se dice ahora. Por el momento, me instalaría solo en París para facilitar el desplazamiento posterior del resto de la familia y porque ambos consideramos que era una oportunidad para reflexionar sin presiones sobre nuestro futuro. Acomodarme a las nuevas circunstancias de mi trabajo, no me impidió visitar desde un principio apartamentos y colegios para el próximo curso de los niños que se adaptaran a nuestras necesidades, por más que disponía de algo más de cuatro meses para recibirlos. El ocio lo empleaba en pasear y visitar lugares emblemáticos de esa ciudad fascinante, siempre con cierto relajo porque todo indicaba que estarían mucho tiempo a mi alcance. Maravillosa experiencia.
Un domingo que visitaba el cementerio de Montparnasse, lo que haría cualquier persona respetuosa con el pasado cultural, dada la cantidad de prohombres franceses o foráneos que allí descansan, como sucede con el de Père-Lachaise, vine a tropezar con la modesta tumba del gran poeta Baudelaire, en la que no hubiera reparado a no ser por las coronas depositadas sobre su lápida. Me detuve ante ella por unos minutos y, agnóstico como soy, no tuve mejor rezo para el bardo que rememorar su famosa Invitación al viaje, en mi memoria desde la época de estudiante en el Liceo Francés de Madrid: “… les soleils mouillés/ de ces ciels brouillés/ pour mon esprit ont les charmes/ si mysterieux/ de tes traîtres yeux/ brillant à travers leurs larmes”. Un rezo sincero, comprometido, reflexivo… Fue así como decidí que estar en París sin el encanto “misterioso” de unos “ojos traidores” era una verdadera estupidez.
Como habrán deducido, no descarté la posibilidad de encontrarlos. Después de tomar pernod, a la puerta de una charcutería del Barrio Latino conocí esa misma tarde a una mujer que salía de comprar foi, no hace falta ser Marlon Brando para que a uno le pasen ciertas cosas. Yo puse el Sauternes. Era un encanto, desinhibida, imaginativa… exactamente lo que uno puede pedir en la ciudad del amor. Para ir a cenar a la Tour de Nestlé, Marie-Hélène, que a ese nombre respondía, se vestía de novia; para ir a la Place de Vosgues, de Gigi, el personaje de Colette, y para ir a Le Parc Montsouris, de viudita alegre con liguero negro y todo. Elegante siempre, maravillosa... Por cierto, en el curso de esa excursión nos llovió sin parar, menos mal que fui previsor y había cogido la gabardina. Estábamos en esos jardines del sur de la ciudad y no tardé en darme cuenta de que mi compañera estaba empapada. Bueno, también me di cuenta de otras coas, por ejemplo, de que estaba arriesgando mi vida familiar de un modo inconsciente. Un fogonazo en la mente, un pensamiento incontrolado… Esa noche le conté por teléfono a María Federica, mi mujer, lo que me estaba pasando. Empecé aludiendo a Baudelaire, para evocar en seguida sus “ojos traidores”, pero ella sospechó de los requiebros porque ya no tenía memoria de los que le dedicara en los inicios de nuestra relación, esas cosas se olvidan con el tiempo. Reconozco que yo mismo me sentí inseguro al desenterrarlos. Me dijo: “Has conocido a otra mujer, ¿verdad?” Y yo se lo confirmé, porque los dos habíamos decidido basar la relación en la sinceridad, gracias a lo cual superamos situaciones parecidas causadas por amores fugaces de uno u otro. “Yo también he conocido a otro hombre”, me dijo sin que yo lo esperara. “Ninguna de estas cosas tiene importancia”, reaccioné con ese espíritu tolerante que tenemos los que decidimos serlo. “Esta misma tarde he cortado definitivamente con ella”, dije sin mentir. “La tiene”, respondió María Federica. “Esta vez estoy enamorada”
Fue un duro golpe, pero la vida es como es. En sucesivas conversaciones decidimos que ella seguiría en Madrid con los niños hasta que juntos encontráramos la mejor solución para todos. Alfredo, su novio era un tipo comprensivo y sabrían esperar para organizar la vida en común que planeaban. Hablábamos cada noche por teléfono sobre lo que nos afectaba a ambos y el nombre de él salía con frecuencia en las conversaciones, al fin formaba parte de lo que nos afectaba y nadie ni nada es tabú entre seres civilizados, Así, una noche María Federica me dijo que, aprovechando un puente en el calendario laboral español, haría próximamente un viaje a País con su pareja, lo que daría ocasión para que nos relacionáramos todos, y en este último término incluía a Marie-Hélène, con la que yo había vuelto a estrechar relaciones. Me mostré encantado, soy un hombre de nuestro tiempo.
Vivíamos en el estío y, un viernes por la noche, cenamos los cuatro en un bateau mouche restaurante, una idea de Marie-Hélène, que acudió a la cita deliciosamente vestida con buenos ropajes, expresamente confeccionados en Givenchy evocadores de la estética pirata de siglos pasados, ya conté que era muy imaginativa. María Federica, Alfredo y yo mismo la alabamos muchísimo, pero cuando llevábamos consumida la segunda botella de champagne me dio por entretener la mirada en el parche que con adorno de Cartier tapaba su ojo izquierdo y, ya de paso, en el derecho, que nada lo ocultaba, todo antes de volverla para buscar la de mi exmujer. Para entonces, los cielos de París se habían encapotado, fenómeno frecuente en esa época del año, y reconocí en estos el mismo encanto de esos “ojos traidores”, de los que habló Baudelaire.
Pero las cosas ya no tenían remedio.
© Javier Figuero
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Foto: © Javier Figuero
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