YO, ALLÍ, EN EL PARNASO
- Javier Figuero
- 25 feb 2020
- 3 Min. de lectura
Uno puede ir al fin del mundo por una mujer, pero es mejor ir por cinco. “Consejo de veterano”, pensáis con malicia al ver mis canas. Bueno, y ley de probabilidades. Lo que sigue es, en todo caso, pura vivencia: Hace décadas, en plena adolescencia, sentí una comezón muy grande en mi interior, sin que quepa precisar; una alteración orgánica. Detenía mi andadura para contemplar las flores, seguía con la mirada arrobada el vuelo de los mirlos… Mi mamá pensaba que era cosa del crecimiento, me hicieron pruebas. “Lo siento, señora”, sentenció el especialista, “este niño será poeta”.
Asumida la fatalidad y dueño ya de mis propias decisiones, opte recientemente por entrar a Grecia por el monte Parnaso, allá, entre los territorios de dorios y focenses, no me bastaba con los claros de luna. Atenas se vulgarizaba a ojos vista con los turistas y el Egeo era una discoteca para macarras; no competiría por las mujeres que las frecuentaban. Las mías serían Caliope, Polimnia, Terpsicore y Urania, musas relacionadas con la poesía. Bueno, y Euterpe, porque, sin música, no hay poesía, aunque muchos enfermos de amusia se empeñen en ofendernos los oídos con lo que llaman sus “poemas”. Invoqué la inspiración de las nombradas en las estribaciones de la montaña que habitan junto a cuatro compañeras volcadas a otras bellas artes y, aunque no entraré en detalles por hombría, admitiré que me hicieron feliz, muy feliz.
Inicio este escrito desde el hogar en que Apolo convive con las Musas, donde qiuise ofrendarles mi libro, “Tú, yo y la bruma”, la gran antología de mi producción poética que acabo de publicar. Soy buen pagador, se lo debía, iluminaron mi escritura. Allí estuvo el oráculo de Delfos y siento que la voz que escuché al llegar, una tarde de lluvia y truenos que viví resguardado en uno de los bosques de laureles del Monte, fue la premonición de las sonoras alabanzas que recibiré de mis contemporáneos y de quienes habrán de seguirles. Luego siguió un tiempo de luz y de paz y supe que eso era, también, la aprobación de los dioses.
“Comencemos nuestro canto por las Musas Heliconíadas que habitan la montaña grande y divina. ¡Salud, hijas de Zeus!”, recé con Hesiodo. “¡Oh musas, oh altos genios, ayudadme!”, solicité con el Dante. “¡Quién me diera una musa de fuego que os transportase al cielo más brillante de la imaginación!”, suspiré con Shakespeare… No, no soy un loco. Seguid haciendo versitos a la mujer que se piró con otro, al hombre que abandonó vuestra cama. Yo rindo pleitesía a las Musas como los atenienses en el altar de la Academia, los espartanos antes de ir a la batalla con un verso de Homero en la lengua para morir, yo libo leche y miel por la mañana y me embriago con Dioniso por la tarde como hacían por ellas los romanos, yo les consagro mis conocimientos, como sus creadores con la Biblioteca de Alejandría, yo asisto con Voltaire y Danton a su logia, pues reniego de los mamporreros del Cristo que prohibieron su culto; yo les ofrendo la Constitución de mi propia República, como hizo D’Annunzio con la del Fiume. Yo viajo como Cervantes al Parnaso.
Tras la orgía de rezos y laureles, emprendí el regreso, no podía dejar de pensar en los millones de lectores que me esperaban para agasajarme por “Tú, yo y la bruma”, mi libro de poesía que aprendían ahora de memoria. Rendido a la funcionalidad, me desplacé a Atenas para enlazar el vuelo a Madrid. En la noche de escala degusté una musaka en el barrio de Plaka, soy así de original. A la salida del restaurante, una linda muchacha con sus útiles de madera y su cuchillo de gancho en las manos se ofreció a modelar mi rostro en arcilla por unas pocas monedas; creo que le cautivo mi expresión; yo venía de gozar con las Musas. Eso se nota.
Bueno, no es que en la estatua me parezca al Apolo rodeado de Musas de Rafael. que todos hemos visto en la Stanza della Segnatura del Palacio Apostólico del Vaticano. Pero, convendréis conmigo, que peor sería salir vestido de torero en uno de esos carteles que hacen a los visitantes foráneos a las puertas del Museo del Prado. La escultora me dijo que me daba un aire a Homero, si es que Homero tenía aire. No sé, yo venía de mi propia Odisea y tenía sus versos frescos: “Cuéntame, Musa, la historia del hombre de muchos senderos, que, después de destruir la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinado larguísimo tiempo”.
“Tú, yo y la bruma”. Javier Figuero. Editorial MaLuma. Pedidos:
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© Javier Figuero
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