DIOS ERA EL CIUDADANO
- Javier Figuero
- 19 mar 2020
- 3 Min. de lectura
En una exclusiva periodística entre el vivo (entonces) Umberto Eco y el muerto (algunos siglos a) Diderot, encontré en su día una interpretación de la “Enciclopedia” como motor de la Revolución Francesa de la que sigo sacando consecuencias a años de su lectura. Lo subversivo de ese texto mítico no estaba en el cuestionamiento de Dios o de la monarquía, lo verdaderamente revolucionario era la valoración que se hacía en ella del hombre que trabaja a favor de la sociedad frente al que se sitúa en su cúspide para aprovecharse de ella. Aquí estaba la aristocracia, el clero, los grandes latifundistas; allí, la inteligencia, los trabajadores que abordan cada día la transformación manual o racional del mundo. Lo subversivo no era, siquiera, el ataque (hasta los límites posibles en la época) al privilegio, lo revolucionario era la atención científica que se concedía a los trabajos humanos tenidos “de segundo orden”. La cárcel, las persecuciones de la censura, los secuestros de artículos, ya no servían; el feudalismo renuente había tropezado en un obstáculo insuperable.
Pero he dicho que “sigo sacando consecuencias” de esa conversación de Eco con Diderot. Sí, calladamente, como exigen las órdenes gubernamentales; con manifestaciones de reconocimiento hacia los profesionales que arriesgan su salud para ayudar a la sociedad; el personal sanitario, los policías, los trabajadores anónimos que enfrentan la crisis; los ciudadanos anónimos que les expresan sus ánimos en las redes o con simples carteles colgados en el balcón; los que salen ahí para aplaudir a unos héroes sin escenario. Como en la “Enciclopedia” los mejores artículos, escritos o sentidos, son hoy para ellos; la modestia de este mío tiene el mismo destino. El silencio que escuchan quienes se tienen por dioses o por reyes es la peor noticia de la élite insolidaria, se volverá clamor. El ciudadano era Dios.
NO quiero ser injusto, algunos poderosos, muy pocos, ofrecen ayuda para mejorar la situación, yo doy la bienvenida a sus gestos sin pararme a considerar ahora su dimensión; habrá tiempo. Pero maldigo o advierto a los que viven enroscado sobre su propia vergüenza esperando que no les alcance la Revolución Francesa. Esa élite repugnante del dinero, ajena a los sufrimientos de sus conciudadanos y sus contemporáneos, ese clero inhibido o que se limita a pedir que salga el crucificado de la iglesia de Roma al que atribuyen el final de una peste histórica. Y voy finalmente a la cabeza, a una de ellas, siquiera sea por el valor de lo simbólico. ¿Cuánto tiempo tiene que pasar para que aquel al que llamábamos “rey emérito” (ignoro si sigue en el mote tras el quiebro del hijo) entregue, no ya esos cien millones que al parecer recibió como comisión de Arabia Saudí, sino los muchos millones más que, todo lo indica, que atesora en sociedades offshore en Suiza, producto de lo mismo a lo largo del tiempo? ¿Cuánto tiempo para que le hagamos entregar hasta el último céntimo… para que se le borre de toda dignidad pasada y presente?
En el poema “Les Eleutheromanes”, Diderot aventuró una esperanza nunca consumada, pero siempre amenazadora: La muerte del último rey colgado con el intestino del último cura. Eco no lo resaltó en la conversación con el filósofo francés. Pero yo todavía me acuerdo.
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