DE LAS CENIZAS
- Javier Figuero
- 14 abr 2020
- 3 Min. de lectura
En el cuestionario que plantean las redes sociales me declaro en la religioso seguidor de la Grecia clásica, donde había un dios para cada necesidad y vivían en gozosa promiscuidad con los hombres. Me reafirmo en eso para asuntos de la muerte, pues Tánatos la ejecutaba con dulzura, como su gemelo Hipnos hacia con el sueño. En algunas cornalinas, piedra de la carne, se muestra un pie alado junto al caduceo, varita mágica para llevar mensajes al Olimpo, y una mariposa encima que lo separa de la tierra. Delicada representación del final de la vida, mientras me espanta la simbología que del mismo hacen las religiones mistéricas, también la católica, como me espantan sus dioses.
Sobrecogen las imágenes que han forzado la pandemia de los hospitales de campaña o las que imaginamos de los tanatorios de hielo, escondidas por interés de quienes la administran. No da miedo morirse, pero estar ahí cuando sucede debe de dar mucho miedo. Agradezco el haber aprendido en el colegio de Gustavo Adolfo Bécquer lo solos que se quedan los muertos; el poeta me evita inventar mi propio escalofrío. Para las víctimas del mal quisiera la satisfacción que imaginasen en vida y mi lamento va por los que no lo tendrán. Cuando esto pase, aparecerán encasullados repartiendo hisopazos a diestra y a siniestra; de su causa quedará constancia.
Nunca he sido aficionado a visitar cementerios, pero tampoco he inhibido el deseo de descubrir en ellos ciertas lápidas de personajes admirados, caso del famoso Pere Lachaise de París, o de contrastar costumbres en sus construcciones de diferentes culturas. He conocido aberrantes lugares al respecto en los países del litoral mediterráneo, de Asia o Latinoamérica, en alguno de los cuales ofende al extraño el culto a la muerte. Ojalá la gente que ahora nos está abandonando tuviera el que deseara o que el viento que lleva sus cenizas conformara el mausoleo con las formas que tranquilizarían a los suyos. Por supuesto, no les tranquilizará lo que yo diga, pero no imagino la eternidad más que bajo la forma de la ceniza.
Una vez vi el lugar apropiado para serlo y me acordé de un benedictino que me enseñaba cierta mañana el Monasterio de Silos: “Yo aquí”, me dijo señalando un lugar del claustro donde él quería ser enterrado. Y es que, un eterno dubitativo como yo se impresiona ante quienes tienen las ideas tan claras. Sí, me acorde entonces del monje… Era en la isla de Hiva-Oa, en la Polinesia francesa, en cuyo cementerio reposa desde octubre de 1978 Jacques Brel, el autor de Ne me quitte pas, una de las canciones de amor más bellas que se han escrito jamás, a mi humilde entender de la canción y del amor. Desde allí, como desde cualquier otra parte del lugar, se veía el mar y mi dedo lo señaló. “Yo, aquí”, me dije con convencimiento.
Debió de ser el sol… Pero si el mar, un mar, cualquier mar, el mar, el mar no acogiera mis cenizas cuando llegue la hora, que las echen a nadar con el viento. Y yo, espíritu entonces como el personaje de Shakespeare, “tomaré a la tiniebla / como novia / y la estrecharé en mis brazos”… Mi único rezo ante el espectáculo de soledad en que quedan de nuevo los muertos.
© Javier Figuero
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