HACER EL CAPULLO
- Javier Figuero
- 4 may 2020
- 3 Min. de lectura
HACER EL CAPULLO
Son casi dos meses sin cortarme el pelo con lo que pudiera hacerme la ilusión de que soy el que estuvo en Reading y otros festivales del hippismo tardío. Solo que, con alguna que otra prenda de marca, el cabello blanco y patas de gallo, lo que soy, en realidad, es un antepasado lejano del que estuvo en Reading y otros festivales del hipismo tardío. Con las peluquerías dudando si les compensa o no abrirse al público y la vitamina D en tasas ridículas, ocultado al sol por la figura del altivo Pedro Sánchez, como Diógenes por Alejandro, ni siquiera mi gran belleza natural disimula tamaño patetismo. Para colmo, la prensa ha hecho tanto eco al cuarenta aniversario de la muerte de Jean-Paul Sartre que me he dado en revisar su figura, a fin de darme la oportunidad de reconsiderar la manía que le tengo, lo mismo que a su amor contingente, la bicha Beauvoir. En definitiva, que salgo de la cuarentena hecho un fósil, más mayista que nunca, más libertario; de lo que no cabe deducir nada bueno.
Y, sin embargo, tengo mis compromisos, algunos de los cuales me gustaría defender en mejores condiciones. Para comer con una inteligente y atractiva colega me desplazaré de ciudad en cuanto se levante la prohibición y, con otra, de grandes cualidades, he hecho planes para volver a ver la exposición temporal en el Prado de la más amplia colección de dibujos imaginable de Goya, cuya reproducción a tamaño natural del mini autorretrato incluido guardo junto al ordenador, porque el sueño de la razón me produce monstruos y no me quiero separar de ellos para no quedarme sin nada. Tengo otros encuentros acordados con otras amigas listas y encantadoras y hasta con un amigo, aunque esto se me antoja una frivolidad. Por supuesto, ellas no son causas galantes, ¡ya me gustaría!, pues he dicho que son inteligentes, pero tampoco resulta grato que la gente crea, por mi culpa, que no lo son.
Es pronto para evaluarlo, pero, tras varias semanas de vivir como un anacoreta, me temo que resultaré torpe, sin serlo. ¿Me acordaré de cederlas el paso donde corresponda, de darles la voz para que elijan el vino o el champagne que prefieran, plantearé con acierto el tema del ocaso de la globalización como si hubiera sido alguna vez un hombre de mundo? Llevada al extremo, la cultura del “cocooning” (esconderse; de “capullo”, en inglés), que reforzaron en la cuarentena, ha fracasado estrepitosamente. Se veía venir. Las telecompras, el teletrabajo, la economía de banda ancha, las herramientas digitales que convirtieron las casas en fortaleza frente a las amenazas del exterior, no han cumplido las promesas de felicidad con que nos adularon sus negociantes. El mensaje era idílico: veíamos los museos con un link y, así, escuchábamos una conferencia o seguíamos un partido de fútbol o los cursos más atractivos de Harvard y hacíamos sexo virtual o subíamos al Everest sin hacer cola. Ni siquiera teníamos que pensar en qué ponernos para asistir a la gala de los Oscars. Pero, y, ahora, ¿qué me pongo para afrontar mis citas, se ofenderán ellas si les hablo de que, a pesar de su edad, Richard Gere ha tenido dos nuevos hijos, admitirán con naturalidad si les digo que el pelo corto está pasado de moda y que, frente a la banalidad del músculo, la arruga es otra vez bella, notarán que llevo puesta la crema reafirmante?
Ya digo, pase lo que pase con el virus, nunca más la cultura del “cocooning” (esconderse; de “capullo”, en inglés) que luego te ves como te ves. Yo, por ejemplo, lo que no quiero es hacer el capullo.
© Javier Figuero
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Foto: © facebook.com/Teo.Moreno.fotografo/
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