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NO TENEMOS FUTURO

En el tiempo en que John Cheever se ocupaba de un taller literario en la cárcel neoyorquina de Sing Sing, los presos asistentes especularon con la idea de si sería buen rehén, caso de plantearse un motín. El escenario era fácil de imaginar: megáfono en mano, el jefe de policía imprecaría desde el exterior: “Ríndanse o entramos” … A lo que el cabecilla sedicioso contestaría: “O nos ponen un avión a la puerta para volar a Pyongyang o degollamos al escritor” … ¡Absurdo!, los reclusos desestimaron el plan, no habían llegado hasta una cárcel de alta seguridad para que encima les tomaran por tontos. Cheever (quizá algunos le identifiquéis como autor del relato que dio vida a la película “El Nadador”, con Burt Lancaster de estrella) contaría que una tarde olvidó en el aula un par de libros, unas llaves y una estilográfica, pero solo recuperó los libros; al parecer, lo otro podría servir a los condenados como objetos de defensa.


Imagino el sentimiento del autor americano; acabo de pasar por algo así. A su favor tenía él su desmedida vocación por el alcohol; un par de botellas de whisky y arreglado. Yo solo bebo para compartir placer; unos vasos de vino blanco no me curan las cicatrices del alma. Pero comparto su decepción; no son los escenarios ni la extracción social de los personajes los que aportan dramatismo a nuestras respectivas experiencias. Pusieron en cuestión nuestros sueños. Bueno, idealizaciones, pesadillas, alucinaciones, zozobras, delirios, desasosiegos… llamadlo como queráis. Y sigo con mi triste historia.


Tengo una amiga que recibe habitualmente las novedades editoriales, consecuencia de su dedicación y, el día que correspondió, le llegó también la antología de poesía que acabó de publicar. Cumplida con lo inmediato, suele llevarse a casa los volúmenes seleccionados y no es infrecuente que desaparezcan algunos de los que deja sobre la mesa, lugar en que quedó el mío el día que correspondió. Me lo comunicó por whatsApp después de decirme que llovía y antes de decirme que parecía que iba a llover al día siguiente. “Bueno”, dialogué conmigo mismo. “Los compañeros se pegarán por hacerse con mi libro. ¡Es lo que tiene ser poeta!” … A la mañana siguiente el libro estaba sobre la mesa.


Cuando mi amiga me lo comunicó por WhatsApp, abiertos los cielos, llovió sobre mí con virulencia extrema. Mi primera reacción fue darme al alcohol, pero reparé en que, con unos vasos de vino blanco, no se va a ninguna parte. Estaba hundido, ni siquiera me apeteció recordarle, para que se lo recordara a los compañeros, que “la poesía es un arma cargada de futuro”. Con mi antología en la mano, podrían haber luchado contra las fuerzas represoras de la sociedad actual que les confinan en un mundo absurdo, distinto al que pensó Gabriel Celaya. El escenario sería fácil de imaginar: megáfono en mano, los líderes espirituales, políticos, económicos de turno, imprecarían desde el exterior de sus conciencias: “Ríndanse o entramos” … A lo que los sediciosos contestarían: “O nos ponen un avión a la puerta para volar hacia el sueño, la fantasía, la idealización, las pesadillas, las alucinaciones, zozobras, delirios, desasosiegos… o degollamos a sus voceros leyéndoles (disparándoles) las poesías de Javier Figuero” …


No, mi drama no exige de la experiencia en Sing Sing. Siendo niño se puso de moda en mi colegio ir a robar libro “pulga”, baratos y de pequeñísimo formato, extractos de obras clásicas que también hacían lectores. Por mi torpeza para el asunto, me pescaron in fraganti en los Almacenes Arias de la calle Montera en Madrid, pero eso, y lo que luego aconteció, carece de importancia. Queríamos tener un arsenal de armas para el futuro. Ahora pocos compran libros y, los que pudieran hacerlo, ni siquiera los roban. Somos una civilización agotada, no tenemos futuro.

© Javier Figuero

facebook.com/javier.figuero.autor/

Foto: © facebook.com/Teo.Moreno.fotografo/

https://teomoreno.wixsite.com/fotografo

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