VALLADOLID, EL PAVO, DELIBES Y YO
- Javier Figuero
- 28 may 2020
- 3 Min. de lectura
Sorprendidos en su indolencia, una amiga me regala desde Valladolid ocasionales fotos de los pavos reales que habitan el Campo Grande. Sabe que representan el origen de mi mundo, porque sostengo la teoría de que este principia con la fascinación, más allá de cuando se evidencien las constantes vitales. Nací allí por empeño materno, cuando la ciudad de residencia de los míos era Madrid y, si hasta la adolescencia repetí visitas por trato familiar, la relación quedó al capricho de una existencia cada vez más distante en la que hice nuevos descubrimientos trascendentales; que las mujeres y los hombres de todos los lugares, por ejemplo, transitan entre las necesidades y el asombro, entre la vulgaridad y el sortilegio, entre lo material y lo inventado.
Así era también en el principio y, de los acercamientos, recuerdo un Valladolid sombrío y luminoso al tiempo. Sumido en un desarrollismo barato, constreñido hasta en lo físico por el nacionalcatolicismo castellano, sobre la sucesión de conventos y propiedades religiosas, retengo el frondoso paisaje de sus pasteles acaramelados, de los pinares que la rodeaban, de las leches merengadas con canela, del pequeño parque del Museo en que jugué y de la deslumbrante cola en abanico desplegada ante mí en el Campo Grande por los pavos reales con la egoísta intención de que nunca los olvidara. Se ha dicho que el animal pudiera proceder de Sri Lanka o de algún lugar de más allá del Helesponto, pero nunca los vi cuando por allí estuve, con lo que aliento la ilusión de que es especie autóctona de Valladolid, que luego han clonado en otros espacios.
Tras años sin pisarla, en los meses finales del último giré un par de visitas fugaces a la ciudad y aprecié con agrado cambios sorprendentes. A este lado del Helesponto, ahora es una urbe moderna, dinámica, que ha recuperado espacios para la ciudadanía, reconstruido museos y programa actividades culturales de importancia. Quizá la exposición de homenaje a Miguel Delibes, que la Biblioteca Nacional aplaza en Madrid por la pandemia en este año que cumplen los cien de su nacimiento, atraiga también la mirada sobre el que fuera su territorio más íntimo. Para completar la entrevista que publicaría en el diario El Mundo, paseé una última vez con el escritor en julio del año 2004, cuando ya estaba muy herido. Andábamos cerca del Campo Grande, pero no se sentía con fuerzas para entrar y ya no encontré tiempo ese día para ver los pavos reales, lo mismo que sucedió en esas dos visitas recientes que he mencionado.
Pero no importa. Cuando, ante el niño que fui, los pavos reales desplegaban su deslumbrante cola en abanico con la egoísta intención de que nunca los olvidara, jugaban sobre seguro. Porque sostengo la teoría de que el mundo principia con la fascinación, más allá de cuando se evidencien las constantes vitales. Orientado al caricaturista que también fue, le pedí en aquella ocasión a Delibes que hiciera la suya y el gran prosista se vio como “un chopo alto y solitario, puntiseco, dominando una mar de surcos con los trigos apuntados”. Por mi parte, aunque no soy lo uno ni lo otro, también me atrevo con el trazo: “un pavo real”. Así se lo pienso decir a los periodistas de Le Monde y del New York Times cuando, en el curso de sus entrevistas, algún día me pidan lo mismo. Hay que estar preparado, nunca se sabe.
© Javier Figuero
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