NO FUERA A SER QUE ME VIERAN
- Javier Figuero
- 13 jun 2020
- 3 Min. de lectura
Por la mirada de algunas personas entendí que se me consideraba un desubicado, pero reconozco que se mostraron prudentes. Siempre cabía la posibilidad de que Madrid hubiera cambiado la fase de desescalada y bien podía ser yo uno de esos hombres que surgían del frío para salvar la temporada turística de España. A las mismas puertas del verano, el martes de la pasada semana no fue un día caluroso, pero la gabardina que vestí con el cuello alto y el sombrero de ala que me calé hasta las cejas conformaron un atuendo más propio de diciembre. Por supuesto, tuve buen cuidado en evitar mis librerías de referencia y, antes de entrar en la elegida, cuando restaban apenas unos minutos para su cierre, me puse gafas de sol y me ajusté bien la mascarilla. Solo entonces me atreví a traspasar la puerta del establecimiento y, después de mirar a derecha e izquierda para cerciorarme de que no había mujer sospechosa alguna que pudiera reparar en mí y de que la dependienta rubia estaba en otros quehaceres, le enseñé el papel con la petición a su compañero que actuó de manera profesional, como cabía esperar. Regresé a casa confiado en que no había dejado atrás ninguna pista. Entonces, tras mirar debajo, por si se escondía alguna intrusa, despojado de todo ropaje, me tumbé por fin en mi cama para leer tranquilamente las memorias de Woody Allen.
No sé… están por bajo de mis expectativas: deliciosos golpes de humor en ocasiones, marca de la casa; personajes de cine humanizados cuya relación, fuera de la cultura específica que convoca, desciende a lo premioso; y la larga y aburrida exculpación frente al dedo acusatorio de su expareja Mia Farrow y ese hijo de ella que gana un Pulitzer motivando en el MeToo a otras vengadoras de su mismo sexo; el premio, precisamente, que le dieron a Woodward y a Bernstein por el Watergate. Que Allen no abusó de Dylan, la hija adoptiva común, lo decidieron los jueces en la jurisdicción que correspondía, y yo, como todos los que le prestamos atención como creador, no tengo criterio más firme para decidirlo, si es que eso pudiera llegar a justificar que lo ignorara como tal. Pero el mundo está lleno de jueces frustrados, cuya mejor viagra es atentar contra la reputación de los que envidia.
No, a mi no me lo justificaría. Siempre a la caza de una idea, un estilo, un verso, un adjetivo, una secuencia, un plano, una pincelada, una nota brillante, aún en un contexto de lógica mediocridad (porque lo excelso tiene límites y distancias), me importa un bledo la categoría moral del autor para reconocérselo y jamás la valoraría por mi cuenta. Yo leo textos de Celine, aunque era un nazi cuando sus dirigentes ya se sentaban en Nuremberg; los poemas de Louis Aragon, aunque se decía comunista en tiempo de Stalin y asisto a los montajes de las obras de Jean Genet, aunque fuera carne de presidio. Busco al creador, sin importarme la persona y agradezco a quienes proceden de igual manera conmigo. Después de leerse los veinte o treinta mil folios que he escrito en mi vida, una antigua amante especializada en el análisis de textos descubrió un adjetivo “sublime” en uno de ellos y no le importó reconocerlo, pese a que en cierta ocasión no le cedí el asiento del autobús a una mujer que decía sufrir de papiloma.
También me ha aburrido la exculpación de Woody Allen en el libro, no supera el nivel de la que escucho cada noche de boca de mis vecinos a través del tabique que nos separa. Su última película “Un día de lluvia en Nueva York” me resultó un coñazo. Pero he visto su genialidad en las secuencias de otras de sus películas y en las páginas de otros de sus libros y seguiré al tanto de lo que quiera poner en el mercado. Eso sí, la gabardina, el sombrero, las gafas y la mascarilla a que aludí ni tocarlos. Tendré que vestirme como entonces para acceder a todo eso. No quisiera que me viera alguien del MeToo en el trance y la jodamos.
© Javier Figuero
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Foto: © facebook.com/Teo.Moreno.fotografo/
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