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DE LA SOLEDAD

Me molesto conmigo mismo cuando la falta de compañía puede llegar a privarme de hacer lo que se me antoje. Por ejemplo, ahora me gustaría robar un banco, pero me sentiría ridículo pinchando con el cuchillo la garganta de un cliente para exigir la pasta sin nadie que me cubriera las espaldas. Llevado al insomnio por la idea, he visualizado la escena en la pasada noche: necesitaría un compinche para eso, para arrancar el coche con determinación cuando yo lo ocupara con las sacas del dinero y, sobre todo, necesitaría que alguien se alegrara conmigo del éxito de la operación. Cuadrar las cuentas solo, como hacen los políticos, debe de ser aburridísimo, por eso mis modelos al respecto son Bonnie and Clide, que, después de robar, juegan, se arrastran por el suelo muertos de risa, se aman, beben, compran bagatelas, hacen todo lo que yo he pensado esta noche que haría tras el atraco.


Pero el problema que me planteo no es el robo de bancos, eso es la ambientación del artículo; lo que me molesta es tenerme que aceptar como un ser dependiente en un mundo tan despersonalizado como el nuestro, donde la soledad puede llegar a condicionar la ejecución de los deseos. Pongo un ejemplo: siempre me gustaron los deportes de raqueta, pin-pon, tenis, squash… pero acabé por dejarlos cuando las incompatibilidades horarias empezaron a dificultar las citas con los amigos. Subido a la elíptica en el gimnasio, ahora me siento el hombre más triste del mundo; solo en la maquinita como un gilipollas.


Hace muchos años, en el curso de un viaje profesional a Canarias para indagar sobre el grupo independentista insular que empezaba a hacerse notar, decidí cenar una noche en determinado restaurante de Las Palmas, muy ponderado por el recepcionista del hotel. Todo iba bien, buena cocina, ambiente grato, hasta que, de pronto, entraron dos tipos con guitarras, aportación particular del establecimiento. Mesa a mesa procedieron a desgranar su repertorio, estableciendo en cada caso una relación entre los comensales que las ocupaban y las canciones elegidas; bolero romántico, si era una joven pareja enamorada; escéptica y parisiense, si se les veía con más conchas que un galápago; una vomitona de los Rolling, si tenían pinta de yonquis… De inmediato, empecé a tragar, en vez de a comer, me aterrorizaba que llegaran a mi altura e interpretaran mi soledad de manera tan impúdica. No pude evitarlos, y lo peor fue que nunca superé el trauma. Cuando como solo fuera de casa, lo hago en un local impersonal y pido al encargado garantía por escrito de que no entrarán aquellos dos tipos mientras yo esté en el local. Los lugares mejores los disfruto siempre en agradable compañía. De otra manera, no hubiera sido tan feliz como lo fui en el Mirazur de Menton, el Eleven Madison Park de Nueva York, el Can Roca de Girona o el Gaggan de Bangkok, las cosas como son.


Y es, precisamente ahí, en la abismal diferencia de placer que proporcionan la consumación de los deseos compartidos frente a los abordados en soledad, donde se me revela el interior. Porque sé que algo falla en mi personalidad, cuando acepto, sin más, que la falta de acompañamiento puede llegar a privarme de hacer lo que se me antoje; robar un banco, practicar un determinado deporte, comer en el último templo mundial de la gastronomía.


Bajo el recelo a confraternizar creado por la pandemia, he topado con el sinsentido de la vida, ¡tanta lucha por ser independiente para llegar a tan terrible conclusión! Respeto todas las opiniones, pero ya solo me apetece amar en compañía. Aunque quizá sea otro trauma, como el de la comida. No sé.

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Foto: © facebook.com/Teo.Moreno.fotografo/

https://teomoreno.wixsite.com/fotografo


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