SÁNCHEZ, PROMOTOR CULTURAL
- javierfiguero
- 7 nov 2020
- 3 Min. de lectura
Desacralizados sus fundamentos elitistas, quizá la pista para identificar la vanguardia artística sea el abandono de la obra de los espacios tradicionales en que las redujo la burguesía. No hablo de las vanguardias del periodo de entreguerras que negaron aquellos para sustituirlos, y sí del arte callejero de la postmodernidad, animado de un espíritu militante contra su servilismo. Fuera de los teatros, de los museos o de las salas de concierto a los que se paga para entrar, los entusiastas conceden todavía al arte una capacidad de hacer lo que los sociólogos llamaban “tejido social” y que el poder teme por revolucionario. Banksy es ejemplo y su nombre es sinónimo de libertad y de emancipación para las sociedades reprimidas, a lo que contribuye con la obra y más con el debate que genera, alimento de subversión. Que esta llegue a ser valor de mercado es solo una aparente ironía, pues fagocitar lo que le niega es la supervivencia del ogro. Al margen de la producción dominante, la obra adquiere un nuevo prestigio, pues hace tiempo que se metieron en las salas de arte epígonos de Las Meninas de tanta importancia como el urinario de Duchamp y otros objetos visualmente malolientes.
Todo esto que me da por decir pudiera creerse inspirado en el grafiti que veo cada día al salir de casa en el cierre metálico de la frutería de enfrente, pero eso me daría para una reflexión mucho más profunda. Reacciono, modestamente, ante el cabreo que se ha cogido Miquel Barceló advertido de que su cuadro L’atelier aux sculptures, propiedad del Museo Reina Sofía, se vea ahora en la sala del consejo de ministros “de fondo de un señor que le da la espalda”. Con el presidente Sánchez por delante, el lienzo, a su decir, se transforma “en decorado”.
Tengo consideración al arte de Barceló y lógicos recelos por el mecenas Sánchez, proclive a convertir sus actuaciones en un artefacto ornamental que de crédito a su discurso pretendidamente contrahegemónico. A aquel le conocí en su estudio de París, cuando, entre otras, trabajaba quizá en esa misma tela o de técnica similar en 1990 y guardo el libro que me obsequió (Miquel Barceló in Mali. Edition Bischofberger) en cuya dedicatoria incluyó un pequeño dibujo. Cuando así lo decido, lo abro de frente a mí, porque entiendo que toda expresión sensible persigue un convenio renovable de intimidad. Es verdad que el efecto de la obra de arte no la decide el artista, pero no es ajeno a las condiciones en que se muestra y esa decisión debería de corresponderle. Que un político pueda disponer a su antojo de los bienes artísticos patrimoniales solo porque los representa es un insulto al creador y tiene motivaciones espurias. No parece sensato imaginar que el primer ministro belga pudiera meter el Manneken pis en la sala de gobierno solo porque tuviera problemas de próstata ni lo es que Sánchez coloque tras él la tela de Barceló porque combina con su traje. A más, es obvio que la utilización compromete, pues, como decía Adorno, hasta el arte descomprometido es crítica social y, por tanto, política, y cada cual con la suya.
Muchos regímenes y mandatarios han pretendido asociar su imagen con tal o cual escuela o creador, una aspiración que en tiempos se resolvía con los de cámara. Sánchez no le hace ascos a la cosa. Sus enemigos le denigran diciendo eso de que es “un maniquí del Corte Inglés”, pero, lo quieran o no, late en él una ambición renacentista como protector de las bellas artes. Su negra literaria es secretaria de Estado y a Barceló, mal que le pese, le ha sacado de los museos, esa cosa tan antigua, para meterlo en los telediarios, el presente. Baltasar de Castiglione recomendaba ya en El Cortesano que todo gentilhombre que aspire a identificar una época ha de ser instruido en literatura, arte y música. No sé vosotros, pero yo estoy intrigadísimo por conocer el referente musical de Sánchez. Tengo para mí que cuando, en actos electorales, aplaudía aquellos ridículos bailes de Miguel Iceta, su hombre en Cataluña, lo hacía como político. Hace tiempo que el castellano no es, siquiera, la lengua vehicular de los bailables.
© Javier Figuero ( javierfiguero.com )
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